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La Iglesia católica, principal opositora del matrimonio igualitario, siempre expone un argumento poco convincente: “Es un atentado contra la familia”. ¿Qué es lo que realmente quieren decir con eso? ¿Que cuando se apruebe todos vamos a querer casarnos con personas de nuestro mismo sexo? Los heterosexuales no van a dejar de serlo nunca, por lo que si se promueve la ley nada va a cambiar, la única diferencia será que los gais ya podrán formalizar su relación.
Los sectores eclesiásticos deben entender que, ante todo, el matrimonio es una sociedad civil, y que si se aprueba que las personas del mismo sexo puedan formarla, solo lo harán ante el Estado. Si la Iglesia no quiere aceptar dicha unión es libre de no recibir a los cónyuges y no realizar la ceremonia. Nadie los va a obligar, es más, muy poco probable es que una pareja de homosexuales se acerque a un templo para casarse, porque conocen bien la respuesta que van a recibir.
Es más que vergonzoso que, en pleno siglo XXI, nuestro país se niegue a respaldar una resolución contra la discriminación a los homosexuales planteada por la OEA. Sin embargo, aún peor es lo que dice nuestra Constitución actual, que al contemplar al matrimonio como una institución que solo puede ser formada por un hombre y una mujer, convierte a la idea del casamiento entre personas del mismo sexo en casi una utopía.
El camino hacia la tolerancia en realidad es muy corto, aunque no lo parezca. Basta con hacer una acción de empatía con los homosexuales para poder entender lo injusta que es nuestra sociedad con ellos. Son tan humanos como nosotros y, por ende, tienen derecho, si es que así lo desean, a unirse civílmente y gozar de las mismas garantías legales que tienen los matrimonios heterosexuales. ¿Cómo algo tan insignificante podría destruir la familia?
Por Rubén Montiel (20 años)