Cicatrices del pasado

Paraguaya, exiliada en Suecia tras años de prisión en Argentina durante la dictadura militar de los 70, vive en Suiza desde hace más de tres décadas. Vino a Asunción para lanzar Me robaron la vida entera, libro testimonial de su tragedia y la de incontables latinoamericanos, víctimas del atropello a sus derechos humanos.

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Nunca militó en sector político alguno, pero los acosos que sufría como funcionaria de la Dirección del Hospital Militar la condujeron a Buenos Aires en 1960, junto a sus hermanas y su madre, buscando otra vida.

En la capital porteña se desempeñó en una firma privada. Se casó a los 30 con un compatriota, de quien se separó y tuvo dos hijos: María Esther (44) y Robin (43) Halley, quienes tenían 8 y 7 años en aquella madrugada del 15 de mayo de 1975, que recuerda nítidamente, pues fue secuestrada por policías de civil, sin orden judicial, junto con su hermana Leonor, de su departamento de la avenida Belgrano. Isabel Chabeli Ibarra rememora que ingresaron por la fuerza a su domicilio, fusil en mano. Luego, esposadas y vendadas, las subieron a un Ford Falcon, sin chapa, muy usados por los protagonistas de la represión. No sabían adónde eran conducidas, ni qué les pasaría ni por qué fueron apresadas. Ese episodio sería solo el inicio del largo periplo obligado entre la Brigada de Robos y Hurtos de Banfield, y las cárceles de Olmos y Devoto. Estuvo presa durante tres años y medio, sin derecho a un abogado defensor. La historia de esta luchadora está escrita en el libro Me robaron la vida entera, autoría del escritor ovetense Aníbal Barreto Monzón, con el sello de Editorial El Lector.
¿Por qué el título? Es el testimonio de mi prisión en Argentina. La represión fue indiscriminada. Yo tenía mis ideas, pero no pertenecía a ninguna organización. Me secuestraron porque conocía a algunas personas tras la desaparición de un amigo, Federico Tatter, al que nunca encontraron, perseguido político en Paraguay.

¿Adónde las llevaron? Nos tuvieron juntas en la Brigada de Robos y Hurtos de Banfield, llamada El pozo de Banfield; allí desaparecieron muchísimos. Nadie sabía de nosotras, nos buscaron en hospitales y comisarías, hasta que un periodista del diario Clarín le dio la pista a mi hermana y desapareció.

¿En qué condiciones vivían? Éramos 32 hombres y mujeres, entre argentinos, paraguayos y uruguayos, todos torturados. No nos duchábamos, a los baños nos llevaban hombres y pisábamos excremento. No tenía qué ponerme durante la menstruación. Nos tiraban al suelo platos que eran para vomitar.

Habló de torturados. Los escuchaba. Un muchacho me pidió un trapo para asearse porque fue violado con una picana. Contaban que les ponían trapos en la boca y hacían funcionar un motor o música para que no se oyese, pero igual se sentía a la gente cuando era torturada.

¿Desea contar su experiencia? Es un poco fuerte. A mí me torturaron, me llevaban con venda y capucha. La primera fue la más terrible. Vendada y esposada, me sentaron sobre la rueda de un camión. Querían saber quiénes eran mis contactos, me llamaban terrorista, me preguntaban del señor Tatter. Yo no sabía dónde vivía ni lo había vuelto a ver. La tortura era con picanas eléctricas y golpes, incluso los de la Embajada paraguaya participaron.

¿Abuso sexual? En mi caso, no. Había chicas y varones más jóvenes. A otras las violaron brutalmente.

¿Participaba la Embajada paraguaya? Vino un grupo. Uno se hizo llamar general y ordenó que me sacaran la capucha. Me interrogó, pero como no tenía nada que decirle, se molestaba y me decía que me iban a meter los dedos en el enchufe. Me quitaron las esposas, cuyas cicatrices aún tengo; cuanto más te movés, más penetran en la carne y peor si te esposaban atrás.

¿Cuánto duró esa reclusión? Tres meses. Esas sensaciones te hacen olvidar todo, solo pensás en por qué te hacen eso. Transcurrirían dos semanas hasta que intuimos que mi familia supo de nosotras, porque nos llegaron pantalones y comida.

Tras esos tres meses, ¿qué pasó? Nos trasladaron a La Plata, abrieron un juicio por “Tenencia de literatura subversiva (El Principito, Las cinco tesis, de Mao Tse Tung)”. Tuvimos una causa abierta por la Ley 20840, sin abogado. Nos condenaron a dos años y medio, mientras que estuvimos tres años y medio. Al cierre del juicio, en agosto del 75, nos mudaron a la cárcel de Olmos, cerca de La Plata, donde estaban las presas políticas y comunes.

¿Cómo fue la vida en Olmos? Algo más abierta; me ubicaron con mi hermana. De noche nos encerraban, pero de día podíamos caminar, hacíamos labores. Tras el golpe militar del 24 de marzo del 76, siete meses más tarde, al amanecer vino el ejército a gritos con perros, armas y nos llevaron.

¿Cuál fue el procedimiento? Nos enfilaron contra la pared del patio y nos trasladaron a Devoto, la cárcel de mayor seguridad, en vehículos con helicópteros sobrevolando, camionetas llenas de militares armados atrás, como las más temibles delincuentes.

¿Qué encontraron allí? Miembros de Amnistía Internacional (AI), pero nos ocultaron hasta que se fueron.

¿Cuándo intervino AI? Siempre, creo, aunque no accedían a las prisiones hasta lo de Devoto, donde no pudieron entrevistarnos pero vieron en qué mundo vivíamos. Las familias iban a AI, a las Naciones Unidas y conseguimos visas. Aun así, no podíamos salir por un decreto especial del Poder Ejecutivo nacional. ¡Había cumplido mi condena y no podía salir!

¿Cómo fue su liberación? Me llevaron esposada al aeropuerto con destino a Suecia. En el avión íbamos 82 personas. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados se hizo cargo. Mamá escuchó mi nombre en Radio Colonia y les dijo a mis hijos: “Su mamá va a salir”. Tenían todo listo para ir conmigo.

¿Por qué fue a Suiza? Leonor estaba ahí gracias a Cáritas Internationalis y pidió la reunificación familiar. Pasé tres meses en Suecia, en un campamento para refugiados políticos cerca de Estocolmo. Nos recibieron como seres humanos.

¿La adaptación fue dura? Tuve que estudiar alemán, estaba en Zurich. Ya no soy refugiada, tengo residencia permanente.

¿Qué hizo allá? Trabajé 18 años en la Central Biblioteca de Zurich. Soy una jubilada. Me gusta mucho leer y entro en internet.

¿Cómo se vive con eso a cuestas? No hice tratamiento. Llegué muy mal por tanto maltrato, torturas, prisión. Quitarme a mis hijos durante tres años y medio fue lo peor.

¿La visitaban? Reja mediante. Las madres se turnaban para dejarnos comida, pues la solidaridad era grande entre todos los familiares y amigos que se atrevían a ir, aun sabiendo que iban a sufrir vejaciones antes de entrar. Mamá me dijo que ya no iría. Una chica fue a ver a su hermana y 14 tipos la violaron.

Chabeli dejó su país harta de la situación, halló solidaridad en Argentina, pero el exilio fue solo otra forma de tortura. Intentó volver a afincarse en Paraguay, pero siempre prevaleció en ella la necesidad de estar cerca de sus hijos. Al consultarle si se siente de aquí, de Argentina o de Suiza, sin dudar sostiene: “De aquí, siempre”.

SOLIDARIDAD EN EL DOLOR

María Esther cuenta que en Suiza no son los únicos que atravesaron situaciones semejantes. “No hablo de latinoamericanos, sino del mundo entero. Todos los pueblos oprimidos tienen los mismos problemas; hay asuntos que son iguales en todas partes, como la opresión contra el pobre. He sentido la solidaridad de gente que no sabe mi pasado. Llevamos una vida normal, pero cuando te encontrás con gente que ha vivido eso, te crea esa solidaridad en el dolor”. Lleva impresiones inolvidables, como la primera vez que pudo ver a su mamá en Olmos. “Ella estaba un poco mejor, pero mi tía (Leonor) se agachó para abrazarme y se cayó; vi que tenía la lengua casi agusanada. Hasta un niño se da cuenta de qué pasa. Sufrieron miles de personas, fue un genocidio”. Se declara una suiza con raíces latinoamericanas y con vehemencia garantiza que no dará a nadie el gusto de frustrar su vida.

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