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La notoria honorabilidad es un requisito que en nuestros días es de difícil visualización e incluso de medición, porque se trata de un estado subjetivo pero que debe sostenerse, quizá, en hechos concretos. En una rápida “hojeada” a nuestras principales normativas vigentes encontramos por ejemplo, que el Código Civil al referirse a la aplicación de la Ley, determina que la conducta de los individuos debe sujetarse a la observancia de las buenas costumbres y el orden público. El artículo 9 reza cuanto sigue: “los actos jurídicos no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia estén interesados el orden público y las buenas costumbres”.
El publicitado Código de Ética Judicial, aprobado hace un par de años atrás, dispone que los valores más representativos de la Magistratura Judicial son: Justicia, honestidad, idoneidad, independencia, imparcialidad, prudencia, responsabilidad, dignidad, autoridad, fortaleza, buena fe, respeto y decoro. ¿Son estos valores los parámetros de la honorabilidad?
La honorabilidad, el honor, decían los juristas romanos es el “grado de dignidad ilesa del que goza una persona”, es la plena consideración de quien obra conforme a los preceptos del Derecho y de la Moral.
La honorabilidad entonces no es otra cosa que la buena reputación, la buena fama de la que gozan las personas en una determinada sociedad. Lamentablemente, el Paraguay hace tiempo que no goza de buena reputación, pues es acusada de país corrupto, ciudadanos falsificadores, funcionarios públicos delincuentes, pésima instrucción educativa, traficantes de autos ilegales, sospechas de narcopolítica y otras beldades.
En la historia del Derecho Romano, a causa de la “mala reputación”, se registran normas, reglas jurídicas y sanciones muy severas, tanto para los particulares así como para los funcionarios públicos, que conllevan la pérdida parcial de su capacidad jurídica, mediante el sistema de la tacha de infamia (hoy scratch?) que consiste en una anotación en el registro personal (censo), hasta la pena máxima (deportación o muerte) para los magistrados que incurren en sobornos o actuasen con parcialidad manifiesta.
Era indigno el ciudadano que llevaba una vida pública en contra de las buenas costumbres. La degradación del honor, es decir, de la aplicación de la tacha, acarreaba consecuencias civiles y políticas como ser: la pérdida del derecho al sufragio, a acceder a la carrera de los cargos públicos (carrera de los honores), tampoco podían ser testigos, ni tutores, ni ejercitar acciones populares, ni abogar por sí mismos, ni desempeñar cargo de Senador, caballero, ni decurión, ni acceder a una herencia y hasta el contraer matrimonio le estaba restringido.
La tacha de infamia resultante de la ley o del Edicto del Pretor duraba hasta la muerte. Hoy, según nuestras leyes, duran por el tiempo de la condena.
Es probable que la notoria honorabilidad de nuestros días, sea también sinónimo de la palabra candidato que es un término que deriva de “cándida”, conocida tela de color translúcido, que vestían los antiguos romanos, aspirantes a un cargo público, como símbolo de transparencia de su persona y de la gestión que iban a realizar. Esto es lo que quiere decir candidato: Transparencia.
Puede ocurrir que algunos de los candidatos/as gocen de suficiente conocimiento pero resulten ser grandes obsecuentes de las “fuerzas” políticas o económicas. O también sean extremadamente sexópatas o grandes agresores u opresores de sus mujeres y familias.
Puede que algunos candidatos tengan un carácter pusilánime o sufran de alguna obsesión perniciosa. Quizá les gusten los naipes, el alcohol, las fiestas o las cosas caras de la vida. ¿Aun así siguen siendo honorables?
Para la sociedad paraguaya no constituye una violación al orden público y a las buenas costumbres: (a pesar de que existen leyes que lo prohiben), ejercer dos o más cargos públicos al mismo tiempo, hacer uso de las influencias del cargo para realizar negocios o torcer la justicia, violar normas de orden público como el uso indebido de los bienes del estado para campañas proselitistas o para actividades privadas, la no rendición de los gastos públicos, violar las reglas establecidas para la obtención de bienes y servicios para el Estado, ejercer un cargo público a pesar de las denuncia respecto a oscuros comportamientos en la vida privada.
En el Paraguay, es frecuente decir, que nadie pierde su reputación, su honor. Tímidamente se podría decir que al Derecho Paraguayo le falta crear un sistema de sanciones específicas por la violación del orden público y las buenas costumbres, con consecuencias gravosas al honor y reputación de la persona. En especial cuando se trata del ejercicio de un cargo público. O simplemente, modificar el sistema de inhabilidades e incompatibilidades previstas en la constitución, haciéndolas de carácter perpetuo.
En los países donde reina el Estado de Derecho, nadie tiene tanto poder como un Juez de la República. Ni el Ejecutivo ni el Legislativo goza de igual poder. El poder del Magistrado Judicial radica en su imperium, que es la facultad de decir el derecho, y en la iurisdictio (doy, digo, atribuyo o adjudico) el poder de imponer lo que resuelve. En otras palabras, el Juez tiene el poder de resolver sobre el derecho y mandar cumplir lo que resuelve.
¿Puede el lector comprender la magnitud de este poder? En manos de nuestros jueces, magistrados, se halla entonces nuestra libertad y nuestro patrimonio y es por ello que el pueblo debe depositar su confianza en aquellos magistrados que gozan de autoridad moral y erudición en las Ciencias Jurídicas para ejercer el cargo para el cual ha sido investido.
El problema del pueblo paraguayo no radica en la inexistencia de reglas precisamente, sino en la inexistencia de hombres y mujeres “corajudos” que hagan cumplir la ley.
Surge necesaria la redefinición de la reputación y del honor, la implantación en las mentes de los ciudadanos y ciudadanas de la idea del honor, de la reputación y sobre todo del temor que produciría conducirse en contravención a las buenas costumbres, universales y paraguayas, por la gravedad de las sanciones y las consecuencias irreversibles que la sanción merezca.
La idea de revisar este tema ha surgido como una especie de tabla de auxilio para traer hoy a nuestra vida cotidiana, la discusión y el debate sobre el concepto del honor, las buenas costumbres, la conducta del hombre, en especial de la clase dirigente, que deben ser modelos de lucha contra ese mal que se ha extendido como una peste a toda nuestra sociedad, la corrupción, convertida hoy en una costumbre, una “buena costumbre”.
Al decir de Roma, para ser Juez, se requería primero “ser hombre bueno” y segundo, experto en derecho. Y para ser miembro de la Corte Suprema de Justicia, agrega la suscripta, poseer un fino sentido jurídico político que le permita el debido y moderado control de la constitucionalidad del Estado democrático, porque de este modo las situaciones que se sometan a su juzgamiento podrán tener un resultado de lo más cercano a la idea de justicia y de equidad, en concordancia con la frase atribuida al Emperador Justiniano “Non exemplis sed legibus iudicandum est” (Se ha de juzgar no por ejemplos sino con arreglo a las leyes. ...Mandamos que todos nuestros jueces sigan la verdad y las huellas de las leyes y de la justicia).
*Abogada, Docente cátedra D. Romano UCA.