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Es así como, en coincidencia con lo “social” de nuestro estado de derecho, el fuero que mayor proyección posee en tal sentido es, indudablemente, el de la niñez y adolescencia.
Lógicamente, en una gran cantidad de casos, los operadores y, principalmente, quienes debemos dar una solución jurídica al caso, quedamos en deuda por la falta de respuesta efectiva de otras instituciones públicas generalmente pertenecientes a otros Poderes del Estado quienes están obligados a dar dichas soluciones, pero ello no implica que se deba ignorar la casuística presentada por más complejidades que posea.
Es ahí donde el Juez/a de la Niñez, el Defensor del Niño, el representante de la Codeni o cualquiera de los integrantes del equipo multidisciplinario deben apelar a su formación integral para dar una salida a la situación.
Dicha solución en no pocas oportunidades se encuentra en las frías letras de la norma jurídica, sino que necesariamente tiene que sustentarse en una profunda formación técnica jurídica filosófica, es decir a aquello que le hace percibir un hecho de una u otra manera, para el cual debe dar una respuesta efectiva.
No estamos hablando de otra cosa sino de la formación integral del operador del sistema. Aquella que no solo se aprendió en la academia, sino que fue construyéndose paso a paso de acuerdo a su “Yo y su circunstancia” (O. y G.).
El contexto muchas veces nos es el más favorable. La precaria formación que poseen ciertos exponentes en definitiva no refleja otra cosa, sino una profunda crisis, ya sea del elemental sistema educativo, como también del contexto familiar y social.
La experiencia nos indica que el ius naturalismo como construcción del principio filosófico de los Derechos Humanos resulta una cuestión transversal en éste momento histórico y que diferencia a unas sociedades de otras, que en el caso particular de nuestro país encuentra obstáculos en generaciones sometidas al autoritarismo ejercido desde los centros de poder, sometiendo a los sectores más vulnerables, segmento al cual, a la luz de innumerables normativas internacionales suscriptas por nuestro país pertenece la niñez y adolescencia.
Es que el principio filosófico enunciado resulta una limitante a las arbitrariedades y se erige en la concepción republicana de la manera que debe administrarse el servicio judicial y al mismo tiempo legitimarse como un Poder del Estado que se encuentra en la permanente mira de los justiciables.
La concepción del deber ser, la diferenciación de lo que a la luz de la mediana inteligencia es justo e injusto no es una concesión graciosa de la formación universitaria, sino que implica otros elementos contextuales donde la reina natura deja impregnada su sello indiscutible.
Es ahí donde los sectores sociales disparan voces críticas hacia el accionar de quienes tenemos la obligación constitucional de cumplir la tarea con eficiencia, a lo cual se suma la siempre infaltable presencia de los poderes fácticos que igualmente influyen en las decisiones de pusilánimes que por acción u omisión no marcan la pauta en su accionar.
Está demostrado por un sinfín de casos que en nuestro país la construcción efectiva del estado de derecho igualmente posee el obstáculo de la presencia de “sujetos sujetados” (José Pablo Feinmann). De ello no escapa del campo jurídico.
El filósofo argentino define así a quienes no piensan por sí mismos sino que son pensados, a quienes no analizan sino que por el contrario otros analizan por él, se convierten en la praxis en simples transmisores de ideas e intereses que no son los suyos, sino de quienes a través de modernos instrumentos proceden a colonizar sus respectivas subjetividades y encierran el círculo de dominación de los poderosos intereses que manejan en las trastiendas.
Si ello es grave cuando afecta al ciudadano común, mucho más grave es cuando el referente social que tiene a su cargo decidir sobre los bienes, la vida y el sistema jurídico de la República cae en víctima de tal extremo, muchas veces sin percatarse siquiera. Por ello se debe desaprender conceptos asimilados y que forman parte de la percepción in pectore de no pocos operadores del sistema.
La Carta Magna sabiamente apunta hacia la razón natural de la concepción jurídica, ya que además del artículo citado en el primer párrafo de ésta columna, podemos traer a colación otros artículos de orden constitucional que puede darnos claridad al concepto-idea que deseamos transmitir.
Es así que el art. 4 que dice:... “El derecho a la vida es inherente a la persona humana. Se garantiza su protección en general desde la concepción, en concordancia con el Art. 54 de la CN que establece que:.. “Los derechos del niño, en caso de conflicto, tienen carácter prevaleciente” así como lo dispuesto en el art. 3 de la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del niño, que obliga a los operadores de justicia de niños y adolescentes a considerar en forma primordial el INTERÉS SUPERIOR DEL NIÑO. Si apelamos a disposiciones del Código de la Niñez y Adolescencia, podemos encontrar clara concepción ius naturalista en los Artículos 9, 97,185 entre tantos otros.
En definitiva una vez más se demuestra que existe una supremacía del derecho natural, aquello que es innata a la persona humana, quedando sencillamente “corta” la normativa jurídica positiva ante la evidencia de ciertos acontecimientos y la conducta que el órgano debe responder ante el planteamiento dado.
La administración de los órganos, como igualmente de los integrantes de los demás componentes que operan dentro del sistema debe estar a cargo de hombres y mujeres que claramente tengan delineado su visión acerca de la normativa constitucional y de los principios filosóficos aplicables a fueros tan sensibles como el de la niñez y adolescencia.
Tal como lo dijera Platón, “la ley natural verdadera y justa, en el mundo de las ideas, es incorruptible, mientras que la ley positiva solo está sujeta al cambio y vale en cuanto participan de ellas”.