Con certeza constitucional

La expresión “certeza” no se encuentra incluida en ninguna disposición normativa en nuestra Constitución Nacional. Tampoco se emplea dicho término en la Ley Nº 609, “Que organiza la Corte Suprema de Justicia”; en la Ley Nº 1337, “Código Procesal Civil”; ni en la Ley Nº 879, “Código de Organización Judicial”. En definitiva, en ninguna de las leyes que regulan la actividad jurisdiccional del Estado se la menciona, sin embargo, la Corte Suprema de Justicia ha utilizado para denominar y justificar resoluciones judiciales que pretenden revestirse de legalidad. 

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Para desarrollar un análisis sencillo que permita enjuiciar el procedimiento y resultado de este tipo de sentencias, ante la ausencia de regulación legal, debe partirse del significado del término empleado, y con tal propósito recurrimos al Diccionario de la Lengua Española que lo define como “…1. f. Conocimiento seguro y claro de algo. 2. f. Firme adhesión de la mente a algo conocible, sin temor de errar…”. 

Desde el punto de vista etimológico, Guido González Silva descompone el vocablo en “cert”, como base de cierto, seguro, y “eza”, como condición, calidad. Es decir, desde esta perspectiva significaría “calidad de estar seguro”. 

Manuel Ossorio y Florit, por su lado, dice que es “…Clara, segura y firme convicción de la verdad. Ausencia de dudas sobre un hecho o cosa. Convencimiento que adquiere el juzgador por lo resultante de autos y que se traduce en la apreciación que hace de las pruebas…” (Diccionario de Ciencias Jurídicas, Políticas y Sociales). 

Si certeza es segura y firme convicción de que algo es tal (Constitucional, legal y/o justo), debemos concluir que ella se encuentra presente en todo tipo de resoluciones judiciales, pues lo contrario, el antónimo de certeza es “duda” o “indecisión”, cuya trascendencia en juicio su condición limitante, al impedir que un Juez o Tribunal dicte condena (civil, penal, laboral, constitucional o en cualquiera otra materia), ante la presencia de dudas respecto a la procedencia de la pretensión del actor, en virtud del principio y garantía que consagra el Art. 17.1 de la Constitución Nacional (presunción de inocencia). 

A partir de lo expuesto, no es posible suponer que una Sentencia Judicial proclame dudas. No es razonable pretender que una Sentencia Judicial carezca de “certeza”, por lo tanto, el empleo del término, tanto desde la perspectiva legislativa como semántica, es inadecuado. 

Ahora bien, la calidad de “acción declarativa” que se invoca para justificar la medida – desde el punto de vista procesal – resulta igualmente inadecuada, teniendo en consideración que las Sentencias Judiciales se clasifican según los efectos que pueden producir en el futuro en: Declarativas, Constitutivas o Condenatorias, aunque en puridad “…toda sentencia es declarativa en cuanto ella no tiene otro efecto de reconocer un derecho que el actor ya tenía cuando inició la demanda y que el demandado se lo desconoció, o el de establecer que el demandado no se encuentra sometido al poder jurídico del actor, siendo en consecuencia infundada la demanda…”, enseña Hugo Alsina (Tratado Teórico Práctico de Derecho Procesal Civil y Comercial). 

La clasificación es válida cuando refiere a los efectos de la Sentencia en el tiempo o, en términos más sencillos, para determinar sus efectos retroactivos (o no), y el límite temporal de ellos. 

Así, cuando una Sentencia reconoce la existencia de un derecho u obligación preexistente, decimos que es declarativa, tal como ocurre en los casos de reconocimiento o impugnación de paternidad, porque los efectos de la resolución no son limitados al tiempo de duración del proceso, sino a la fecha misma de la concepción del hijo.

El Juicio declarativo, sostiene Ossorio y Florit, es “…Aquel que se tramita sobre hechos dudosos y derechos contrapuestos, que debe resolver el juez declarando –de ahí la calificación– a quién compete el derecho cuestionado o la cosa litigiosa…”. 

Cuando la Sentencia declara la existencia de un derecho u obligación, o una nueva situación jurídica, decimos que es constitutiva, como en el caso de los divorcios, en los cuales la decisión final solo se proyecta hacia el futuro, pues antes de la sentencia los litigantes eran casados y a partir de ella adquieren un status jurídico distinto (divorciados), con todos los derechos y obligaciones que ello apareja. 

Los efectos de las Sentencias Condenatorias, sin embargo, pueden remontarse a la fecha de inicio del proceso o al de la Sentencia, como ocurre en el caso de reclamación de deudas, en los cuales el demandado vencido es obligado al pago de intereses, desde la fecha de interposición de la demanda, salvo que se haya pactado expresamente la mora automática del deudor. Lo mismo puede decirse de los juicios alimentarios, en los cuales la determinación de la obligación y el monto de la cuota alimentaria obliga al deudor a su pago retroactivamente, desde la fecha de inicio del juicio. 

Entonces, si todas las acciones judiciales tienen como propósito (siempre) una declaración de certeza, sea para declarar derechos contrapuestos, o para lograr la declaración de la creación, modificación o extinción de un derecho o situación jurídica ¿puede razonablemente afirmarse que la acción “meramente declarativa” de certeza Constitucional constituya una figura admitida en nuestro sistema jurídico? 

Responder a esta pregunta nos lleva a la necesidad de precisar, siguiendo a Adolfo Alvarado Velloso, que “…la acción procesal es la única instancia que necesariamente debe presentarse para unir a tres sujetos en una relación dinámica…” (el pretendiente, demandante o actor, el resistente o demandado, y la autoridad Judicial). 

De ello se sigue que ante la ausencia de demandado (o resistente) no puede establecerse una relación procesal válida. No estamos en presencia de una acción judicial, ni menos de un proceso regular. 

Precisamente ese es el sentido y significado del Art. 99 del Código  Procesal Civil, que haciendo referencia a la “acción puramente declarativa”, dice: “El interés del que propone la acción podrá limitarse a la declaración de la existencia o no existencia de una relación jurídica, o a la declaración de autenticidad o falsedad de un documento”. 

Como es fácil advertir, la disposición legislativa contempla nada más que dos supuestos, el primero la pretensión del actor de obtener “la declaración de la existencia o no de una relación jurídica”, y el segundo “la declaración de autenticidad o falsedad de un documento”. 

Trasladando estas disposiciones al caso específico que motiva el análisis, debemos preguntarnos: ¿la declaración de existencia o no de cuál relación jurídica o documento persigue una “acción meramente declarativa de certeza Constitucional”?. 

La declaración de inconstitucionalidad es una figura relativamente nueva en nuestro ordenamiento jurídico. Aparece por primera vez regulada por la Constitución de 1967, limitándose a facultar a la Corte Suprema de Justicia “…a declarar la inconstitucionalidad de las leyes y la inaplicabilidad de las disposiciones contrarias a esta Constitución…” (Art. 200), ampliándose sus alcances por vía interpretativa, a los efectos de incluir a las resoluciones judiciales. 

En desarrollo de la norma Constitucional, el Código Procesal Civil, del año 1988, estableció las vías procesales adecuadas para procurar la declaración de inconstitucionalidad, tanto de “…leyes, decretos, reglamentos, ordenanzas municipales, resoluciones u otros actos administrativos que infrinjan en su aplicación, los principios o normas de la Constitución…” (Art. 550), como de las resoluciones judiciales (Art. 556/557), autorizando su promoción por vía de la acción, de la excepción o del incidente. 

La Constitución de 1992 ya fue más precisa al respecto, estableciendo en su Art. 132 que “…La Corte Suprema de Justicia tiene facultad para declarar la inconstitucionalidad de las normas jurídicas y de las resoluciones judiciales, en forma y con los alcances establecidos en esta Constitución y en la Ley…”. 

Como es posible advertir, la Constitución autoriza a la Corte Suprema de Justicia a declarar la inconstitucionalidad de normas jurídicas (leyes, decretos, etc.) y resoluciones judiciales cuando ellas sean contrarias a las normas constitucionales, violen derechos o garantías consagrados por ella. Fuera de estas hipótesis, ningún Juez u Órgano Judicial puede examinar la constitucionalidad o no de una norma o resolución judicial. 

La verdad es que la declaración judicial de inconstitucionalidad aparece en el sistema jurídico norteamericano de la mano del juez John Marshal, en febrero de 1803, al resolver el caso Marbury versus Madison.

Desde entonces la figura fue desarrollándose, y su uso se extendió a (casi) todo el mundo, adquiriendo diversas cualidades distintivas, aunque (siempre) con un único propósito: asegurar la supremacía política de la norma constitucional (en nuestro caso, consagrada en el Art. 137 de la CN). 

Pero para ello se requiere de la existencia de una Ley, u otro acto “normativo”, o una resolución judicial, que ponga en peligro o desconozca la supremacía Constitucional. 

Dijimos que la cuestión de constitucionalidad se ha extendido a muchos otros países, con cualidades distintivas y características propias, de entre ellos podemos mencionar aquellos que han establecido Tribunales Constitucionales por fuera del Poder Judicial ordinario. En algunos casos le han atribuido función consultiva, con el propósito de que el Parlamento (sus Cámaras) sometan a examen de constitucionalidad los proyectos de ley, antes de su aprobación, a fin de impedir, de antemano, la vigencia de normas que vulneren el texto constitucional. 

También se registran distintos tipos de diseños, en lo que a control de constitucionalidad refiere. En algunos sistemas se ha adoptado el control difuso y en otros el concentrado, según se reconozca la facultad de su declaración a todos los Jueces o a alguno(s) de ellos. Nosotros seguimos el sistema del control concentrado, que otorga únicamente a la Corte Suprema de Justicia la facultad de juzgar y decidir en materia de inconstitucionalidad. Esta determinación –inclusive – fue ratificada cuando se produjo la modificación del Art. 582 del Código Procesal Civil, que autorizaba a los Jueces a “…pronunciar expresamente la inconstitucionalidad de leyes, decretos, reglamentos u otros actos normativos de autoridad, cuando ello fuere necesario para la concesión del amparo…”. Por la Ley Nº 600 del 16 de junio de 1995 esta disposición fue derogada. 

En cuanto a los efectos jurídicos de la declaración de inconstitucionalidad, también existen distintas concepciones y modalidades. Desde aquellas que otorgan a la Sentencia carácter de derogatorio de la ley o acto normativo impugnado, hasta las que limitan sus efectos al caso concreto “…en fallo que sólo tendrá efecto con relación a ese caso…”, como dice nuestra Constitución Nacional. 

A la luz de lo analizado, a pesar de lo superficial y genérico, es posible concluir que nuestro régimen jurídico no contempla ni autoriza “acciones meramente declarativas de certeza constitucional”. Dicha acción no existe como tal; la Constitución Nacional no autoriza a la Corte Suprema de Justicia a tramitarla y/o resolverla; ni el Art. la Ley Nº 879 (Código de Organización Judicial), ni los artículos 3 y 11 de la Ley Nº 609 (Orgánica de la Corte Suprema de Justicia) les atribuye competencia para ello. 

Pero es más, para que se requiera de un pronunciamiento judicial resulta indispensable la existencia de un “caso”, en los términos de la Constitución, es decir, la existencia de un conflicto de relevancia jurídica entre dos partes, derivado de la aplicación de una ley u otro acto normativo (o resolución judicial), que ponga en peligro la supremacía de la norma Constitucional. 

En las llamadas “acciones puramente declarativas de certeza constitucional” tales elementos no están presentes. Como tampoco podemos decir que nos encontramos ante un verdadero litigio, porque para ello se requiere de (cuando menos) dos partes, un pretendiente y un resistente, un demandante y un demandado, o como quiera llamarse a las partes en conflicto. 

Precisamente por la carencia de los elementos básicos para considerar posible un litigio judicial, y – adicionalmente – para reconocer competencia a la Corte Suprema de Justicia para entender y resolver este tipo de planteamientos, es posible afirmar que las Sentencias de “declaración de certeza constitucional” ni siquiera son tales, técnicamente, pues no tienen como finalidad la resolución de una controversia entre una Ley, un acto normativo, una sentencia, y la Constitución Nacional. 

Si “proceso” es un método de debate pacífico, dialéctico, que enfrenta a dos partes en un plano de perfecta igualdad, ante un tercero impartial, imparcial e independiente para lograr la solución de los conflictos intersubjetivos de intereses, como enseña Alvarado Velloso, ni siquiera podemos afirmar que estemos frente a un verdadero proceso que precede a la Sentencia. 

La única conclusión posible, en consecuencia, es que la Corte Suprema de Justicia ha encontrado (lo que considera) una fórmula ideal, para incluir en el marco de su competencia, la calidad de oficina de consulta jurídica, o de asesoría jurídica, para emitir dictámenes, consejos o recomendaciones, que ni siquiera tienen la posibilidad de estar revestidas de “imperio” (atributo propio de la jurisdicción, que faculta a los jueces para impartir las órdenes de coerción requeridos para el cumplimiento de sus resoluciones, al decir de Couture). 

Una Sentencia desprovista de los elementos, requisitos y presupuestos básicos que la Constitución Nacional y las leyes determinan, que viola la regla nemo iudex sine lege, no es Sentencia. Es estulticia e, indiscutiblemente, con certeza inconstitucional.

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