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Introducción
La tendencia o el pensamiento de que con un aumento de la penalidad, disminuirá la delincuencia está extremadamente lejos de la realidad. Falsedad o falta de verificación de la ecuación “más prisión = menos delito”.
Teoría de la indiferencia o de la alternancia de las sanciones.
Sobre la presunta relación “más prisión = menos delito”, el indicador clásico para medir los efectos de la prisión ha sido el grado de reincidencia, medición sumamente difícil por problemas metodológicos que por lo general invalidan los resultados de los estudios, o en el mejor de los casos hacen totalmente imposible extender las conclusiones más allá del limitado universo al que se refieren; con lo que, hasta el momento, científicamente, no se ha verificado la proposición de que la prisión reduce la reincidencia o el delito.
Sobre este tema, el Consejo Nacional de Investigaciones de los Estados Unidos reunió a un grupo de criminólogos para determinar si la investigación criminológica disponible garantizaba conclusiones de que los ofensores podían ser rehabilitados con éxito, y los resultados fueron que la mayor parte de la investigación en la materia era metodológicamente inapropiado y caracterizada por resultados débiles, inconsistentes y fragmentarios. La conclusión final fue que los estudios existentes no garantizaban un conocimiento válido sobre los posibles efectos rehabilitadores de la prisión.
En los últimos años se ha llegado a un hallazgo muy interesante que podría denominarse “teoría de la indiferencia o de la alternancia de las sanciones”.
Este hallazgo surge como producto de los resultados coincidentes de las investigaciones de varios criminólogos en Estados Unidos y en Inglaterra, que si bien –como fue el caso de las investigaciones antes referidas– no pueden llegar a verificar la mayor eficacia de la pena de prisión por sobre las penas no de prisión, ni tampoco la hipótesis contraria que afirma una mayor eficacia de las penas no de prisión por sobre esta, concluyen en que cualquiera que sea la naturaleza de la sanción aplicada (prisión efectiva, probación, programa con participación de la comunidad, u otra), los resultados verificables de acuerdo con los niveles de reincidencia son los mismos.
Es decir, hasta el momento, la criminología no ha logrado probar que la pena de prisión sea más eficaz en generar más bajos niveles de reincidencia que otras sanciones, ni tampoco ha logrado probar que otro tipo de penas genere dicho resultado.
Reducir o eliminar el delito mediante el aumento del uso de la pena de prisión: una solución imposible.
Esta explicación podría ser innecesaria si se tiene en cuenta que dicho resultado no se ha verificado hasta el momento en ningún lugar del mundo. Sin embargo, los hallazgos de un estudio realizado por la División de justicia Penal del Estado de Colorado (EE.UU.), cuyos resultados, sustituyendo las cifras, podrían ser útiles para cualquier país del mundo.
El estudio determinó que el preso promedio en el estado tenía en su haber la comisión de entre doce y trece delitos anuales, y que en 1987 había 2.300 delincuentes adultos por orden judicial en las prisiones, sumando todos ellos un total de 28.750 delitos cometidos. Pero en ese año se cometieron en el Estado un total de 580.000 delitos graves (“felonies”); con lo que, si se hubieran podido investigar con éxito todos esos delitos y aplicar la pena de prisión al total de delincuentes, el Estado de Colorado habría multiplicado por veinte su número de penas de prisión. Pero aunque esto hubiera sido posible, ¡si se hubiera multiplicado por veinte la población penitenciaria el presupuesto del sistema penitenciario de adultos hubiera excedido al presupuesto anual de todo el estado! (Department of Public Safety 1988).
Con esto simplemente se pone de manifiesto la real imposibilidad de detener el delito exacerbando el uso de la pena de prisión. Es necesario extender la mirada no solo a esta, sino a otro tipo de acciones.
Hay otro estudio, de investigadores de la Unidad de Investigaciones del Home Office del Reino Unido, sobre los posibles efectos disuasores de las penas drásticas de prisión, muy digno de tenerse en cuenta. Como los investigadores lo dicen, se trata de una investigación del género de las investigaciones destructoras de mitos, y está dirigido a la destrucción de un mito de fuerte vigencia en los países de América Latina en general.
Se dirige a determinar si las penas altas (drásticas o “ejemplarizantes”) aplicadas a delincuentes jóvenes que han cometido delitos contra la propiedad con violencia sobre las personas tienen el efecto disuasor sobre otros potenciales delincuentes (efecto de “prevención general”) que se espera de ellas. Los investigadores registraron la frecuencia semanal de estos delitos durante dos años (1972-1973) en las ciudades de Birmingham, Manchester y Liverpool, y observaron en particular si dicha frecuencia variaba (se suponía que habría de disminuir) en las semanas posteriores a la aplicación de las sentencias “ejemplarizantes” y a su divulgación a través de los medios de comunicaciones de masas, y encontraron que “en ninguna de las áreas policiales estudiadas la sentencia tuvo dicho resultado sobre el número de robos registrados” (Baxter 1992).
La privación de libertad, una solución insuficiente.
Que la prisión es una solución ineficiente lo revela la relación entre el costo de esta y el de otras penas posibles no de prisión (relación de 5:1 en favor de estas últimas).
La ineficacia de la pena de prisión surge un razonamiento del mayor peso para planificadores y economistas, sobre todo de sociedades “en vías de desarrollo” con recursos escasos. Si los resultados de las diversas penas son los mismos, pero los costos no, lo aconsejable es optar por lo más eficiente, que es lo menos caro, tanto desde el punto de vista económico como desde el de sus costos sociales: recurrir a la pena de prisión en la menor medida posible, y utilizar en cambio todo tipo de alternativas a esta. Más aún, procurar resolver por otras vías, diversas del sistema de justicia penal, el mayor número posible de conflictos sociales.
¿Por qué castigar en forma tan severa y violenta a personas de los sectores más vulnerables y débiles de la sociedad, si podemos resolver los conflictos de otro modo (lo que no implica necesariamente excluir la posibilidad de una eventual sanción penal)?
Necesidad de un programa de política criminal
Podemos concluir que desequilibrar el sistema de justicia penal aumentando solo la policía, o multiplicar irracionalmente el número de presos son dos “soluciones” que no solucionan la criminalidad y que, en cambio, contribuyen a aumentarla y a aumentar la violencia social en un país que, comparativamente, no tiene altos niveles de criminalidad y violencia.
Hemos visto que sí existen figuras delictivas que acusan aumento y también situaciones de violencia que, aunque comparativamente menores que las que se observan en otros países, hay que reducir y evitar que se multipliquen adoptando las medidas apropiadas, y evitando adoptar –por criterios políticos inmediatistas, o simplemente por información equivocada– medidas que contribuyan a magnificar el fenómeno y a elevar los niveles de violencia.
Razones como las señaladas hicieron que desde hace al menos dos décadas, especialistas e importantes foros se refirieran con preocupación a la falta de coherencia del sistema de justicia penal. Así por ejemplo el Comité Europeo sobre Problemas de la Criminalidad, y las Naciones Unidas, ambos con las mismas palabras, señalan que: “...uno de los problemas es que se da por sentado que esta estructura compleja (el sistema de justicia penal) realmente funciona como sistema, que los diversos subsistemas comparten una cantidad de objetivos comunes, que se relacionan unos con otros en forma consistente y que la interrelación constituye la particular estructura del sistema, permitiéndole funcionar como un todo con cierto grado de continuidad y dentro de ciertas limitaciones.
Sin embargo, en países donde investigadores y políticos encararon un estudio crítico de la estructura de sus sistemas de justicia penal, encontraron que hay pocos objetivos comunes, que hay una difusión considerable de obligaciones y responsabilidades, poca o ninguna coordinación entre los subsistemas y que, a menudo, hay diferencias con respecto al rol de cada parte del sistema. En suma, se verificó una grave falta de cohesión dentro de los sistemas. Aún así, cuando la gente se refiere al sistema de justicia penal como un todo, implícita o explícitamente, presume que funciona bien y que está controlado eficazmente. También supone que es un sistema orientado hacia objetivos que corresponden a necesidades de la comunidad”.
Está bien claro que la funcionalidad del sistema de justicia penal tiene poco que ver con los objetivos manifiestos expresados en las constituciones nacionales, en las leyes penales y procesales penales, y en los estándares establecidos en los instrumentos internacionales; más bien, suele ser por completo antagónica con ellos. Sin embargo, no puede negarse que se trata de un sistema “que funciona”, aunque su operatividad cumpla funciones que no son las manifiestas y que toda la evidencia indique que lo hace como una máquina trituradora de seres humanos y multiplicadora de los conflictos que le llegan para su resolución (Maier 1993; Binder 1993).
En verdad, y no obstante los resultados de su accionar, el sistema de justicia penal se adecua perfectamente a la definición de sistema y reúne todos los requisitos que caracterizan a estos, habiendo cumplido especialmente bien con el requisito de homeóstasis o equilibrio dinámico, que le ha permitido la existencia en su forma actual sin alteraciones substanciales.
El sistema de justicia penal, por su propia naturaleza y forma de funcionamiento, es injusto desde el punto de vista sociológico, pues sanciona en forma desproporcionada en mayor número a quienes están ubicados en los sectores sociales de menor poder. Esta selectividad estructural ha sido motivo de numerosa investigación criminológica en las últimas décadas, y verificada especialmente en relación con la defensa; en relación con la pena de prisión (la casi totalidad de los presos pertenece a los estratos más bajos de la población), y en relación con la pena de muerte (aplicada en forma diferenciada, en los países que la poseen, en perjuicio de minorías étnicas y sectores de menor poder social en general).
La selectividad de los sistemas de justicia penal se manifiesta en relación con: a) las personas que son investigadas y sancionadas (“definidas” como delincuentes o “criminalizadas”); y b) los delitos que son motivo de investigación y sanción (y los que no lo son).
En efecto, materialmente es imposible perseguir todos los delitos, leves y graves, y sancionar a todos los infractores por igual; con lo que en los hechos lo que se produce es una selección “natural” generada por una serie incontrolada de factores del sistema mismo, a causa de la cual se destina excesiva atención a numerosas infracciones de menor importancia, y quedan en cambio infracciones graves con escasa o ninguna atención del órgano penal; y se produce también una mayor selectividad y criminalización diferencial en relación con los infractores según su diversa ubicación dentro de las escalas de poder social, como antes hemos visto.
La selectividad existe como un fenómeno estructural del sistema mismo. Las alternativas son, entonces, negar esta realidad, o canalizar la selección procurando que esta se efectúe con el mayor acierto dentro de los objetivos prioritarios escogidos por la política criminal.
No penalizar la pobreza
¿Qué hacer con un niño, niña o adolescente que ha cometido una infracción penal y que no tiene familia o no tiene una familia dentro de “ciertos cánones”?
En un alto porcentaje de casos, la misma infracción penal, cometida por un niño o adolescente de clase media o alta, con una familia regularmente constituida o incluso sin ella, será resuelto sin internamiento.
Los “chicos de la calle”, niños de clase baja o marginales, suelen ser condenados a prisión o internados por el hecho de no tener familia. La misma conducta practicada por un niño de otra extracción social, con una familia, es normalmente resuelta de otra manera. 0 sea que al chico de la calle le exigimos más que a otros chicos y, sin quererlo, castigamos su pobreza.
El “chico de la calle” es un ser libre, a quien el encierro daña como a los demás chicos. Es un ser libre, lleno de necesidades insatisfechas, que sufre agresiones; a quien debemos ayudar con su consentimiento, pero sin agregar la agresión del encierro a las agresiones que ya sufre.
Este es el verdadero desafío de utilizar las medidas no privativas de libertad sin penalizar la pobreza; sin ampliar la red de niños y adolescentes que, en razón del medio social en que nacieron, son víctimas del sistema de justicia penal.