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Marie-Antoine Carême nació en 1783, en la Rue du Bac, en París, en el seno de una mísera y extensa familia (las fuentes hablan de entre 15 y 25 hijos del matrimonio Carême), mantenida por su padre, estibador en los cercanos muelles. En 1793, cuando Carême contaba 10 años, su padre lo abandonó a su suerte, explicándole la difícil situación de la familia y alentándole para que se abriera camino en la vida.
En las postrimerías del siglo XVIII era una práctica corriente el abandono de niños, que, sin recursos, formación ni recomendaciones, terminaban obligados a míseros trabajos, a la mendicidad o la prostitución. Sin embargo, la fortuna le sonrió a Carême: después de errar por las calles durante todo el día, la noche le sorprendió cerca de una taberna, La Fricassée de Lapin, en el mismo barrio de Maine. El tabernero se apiadó de él y le ofreció hospitalidad por esa noche. A la mañana siguiente le sugirió que trabajara en la cocina de la taberna, a lo que Carême accedió encantado.
Autodidacta
Hay que suponer que fue allí donde Carême descubre y perfecciona sus talentos e instintos para la cocina, porque a los 16 años, en 1799, entra a trabajar como aprendiz en Chez Bailly, el pastelero más importante de París. La habilidad y disposición del joven Carême no pasan desapercibidas para su patrón, que le anima y autoriza para que, cuando no haya excesivo trabajo, acuda a la sección de grabados de la Biblioteca Nacional y examine los diseños y grabados arquitectónicos que allí se custodiaban. Carême no sabía leer ni escribir y aprende solo, incluso demuestra un inusitado talento para el dibujo y la arquitectura. Los conocimientos que adquiere los traslada a su trabajo de pastelero ejecutando espectaculares montajes, reproduciendo en azúcar las grandes obras arquitectónicas. Estos montajes hacen famosa la pastelería de Bailly, que recibe encargos de todas partes, para poder admirar esas espectaculares construcciones.
A partir de entonces se le abren las puertas de numerosas casas reales: trabajó al servicio del zar de Rusia Alejandro I, y luego dirige las cocinas del príncipe de Gales, a la sazón regente de Inglaterra, y que reinaría posteriormente con el nombre de Jorge IV. Carême fue el cocinero favorito del príncipe Talleyrand, uno de los más exquisitos gourmets de todos los tiempos. Aunque no trabajó en su residencia, era requerido siempre que se organizaba un banquete. El respeto y la admiración entre ambos eran mutuos: Carême consideraba al príncipe el mejor de sus anfitriones y el gastrónomo más entendido de todos los que trató; por su parte, Tayllerand recomendaba a Carême como su cocinero favorito, que de este modo consiguió sentar plaza en las cocinas de lo más florido de la nobleza europea.
En 1821 es contratado por el principe Sterhazy, embajador austríaco en París, a cuyo servicio permaneció hasta 1823, fecha en la que pasa a trabajar para el barón Rostchild, hasta 1829, cuando se retira y da por terminada su carrera, dedicándose de lleno a su obra literaria hasta su muerte, en 1833.
La vigencia de su obra
Carême escribe libros de cocina, pero ellos suponen una superación de los recetarios y tratados de cocina escritos hasta entonces. En sus obras encontramos un espíritu didáctico, clasificador y sintetizador del arte de la cocina como no se había conocido hasta entonces.
Las distintas partes de su monumental “Art de la cuisine française au XIXe siècle” se denominan “traité”, y eso es lo que son: auténticos tratados, que no se limitan a enunciar las recetas, sino que analizan, clasifican y examinan todos los platos y alimentos. En nuestros días, todavía permanece en vigor su clasificación de las salsas, o su enciclopédico tratado de los potajes, por poner unos ejemplos.
Uno de los caballitos de batalla de Carême fue la mejora de las condiciones de trabajo de los cocineros. Para ello no dio descanso a su ingenio a la hora de mejorar materiales y técnicas. Entre las innovaciones de Carême que hoy perduran está el uniforme blanco, como bandera de limpieza e higiene, y el gorro de cocinero (al parecer inspirado en las tocas que usaban las doncellas austríacas).
Otro aspecto que no podemos dejar de destacar es su gusto decorativo: Carême pretende que la comida satisfaga tanto al ojo como al estómago. Su gusto por la decoración no se limita a la belleza cromática de platos y guarniciones; lo amplía hasta el punto de diseñar en papel espectaculares montajes o diseñar personalmente las vajillas, encargándolas a los más célebres vidrieros de París. Los grabados y diseños de Carême fueron estudiados y apreciados por los mejores arquitectos de la época, que no dudaron del talento innato del genial cocinero para la arquitectura.