Vida de perros

¿Quién no tuvo (o quiso, por lo menos) una mascota cuando pequeño? El cariño entre el animal y el niño suele ser tan intenso que comparten desde la comida y los pasatiempos hasta los más intensos sentimientos, tal como se ilustra en el cuento que te proponemos. ¡Disfrútalo!

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Perrito

Mario Halley Mora

Perrito no comprendía la rudeza del hombre de la cuerda que casi lo ahogaba, a él, que se sabía pequeñito y bueno.

Nunca Perrito había visto tantos perros juntos como en esa jaula rodante. Perros furiosos que mordían, perros tristes que gemían dulcemente asomando el hocico entre los barrotes, buscando el único aire respirable y amigo de la calle.

Y ahora en esa jaula de alambre, más grande, bajo los árboles, llegaban más y más perros a cada rato.

Cierto que también se iban. Se iban dormidos, después de haber sido metidos a la fuerza en ese cajón oscuro, cuyas puertas, cuando se abrían dejaban escapar ese olor extraño. Y no se despertaban ni con el traqueteo de la carretilla que los llevaba lejos, más allá del barranco.

Definitivamente, Perrito no comprendía todo eso. Ni esa gran tristeza que lo empujó a la calle a buscar al «Amo Chico». ¿Dónde estaría? ¿Por qué no lo llamaba para correr con él a compartir el sol, los espacios abiertos, el pasto húmedo y los vientos viejos?

Recordó cuando lo encontró en la calle. ¿O fue el «Amo Chico» el que lo encontró a él?

No importa. El caso es que el «Amo Chico» lo alzó y lo llevó a su casa apretado contra su pecho como una pelotita de lana blanca.

El papá no quiso saber nada de perros y su «no» parecía venir rodando desde una montaña, como una piedra redonda que aplastaría al «Amo chico», exprimiendo toda lágrima que tuviera adentro.

Sin embargo, a través de sus lágrimas, el niño pudo sentir un viento fresco. Era la mamá del «Amo chico». Tomó a Perrito en sus brazos y él supo que se quedaría en aquella casa.

― Es tan lindo…, querido… ―le dijo al papá.

El «Amo chico» sabía que cuando intervenía la mamá la enorme piedra redonda del «no» del papá, se convertía en una piedra inofensiva, pura mentira.

― ¿Así que se llama Perrito? ―preguntó el papá―. Pues anda a bañarlo que está asqueroso.

Perrito no creció hasta convertirse en un enorme mastín. Se quedó así, chiquito, como un chiche blanco y peludo con ladridos de juguete. El niño se conformó, porque al fin y al cabo era su perrito. Aunque no fuera grande y fiero, reventaba de vida y alegría.

Y con él se iba a la calesita y Perrito se volvía loco persiguiendo al «Amo Chico» montado en un caballito de madera que galopaba sin saltos, pero que Perrito creía podía llevarlo lejos de él.

― ¡A casa, Perrito!

A casa, donde esperaba el té y el pan con manteca. Hasta la casa, pasando por el prado de la plaza para mordisquear la hierba y para hundir el hocico sediento en el agua de la fuente. ― ¡Perrito! ¡Eso no se hace!

Pero ¿cómo evitarlo? El olor estaba allí. La patita se alzaba, sintiendo cómo esa delicia se iba cantando a través de su cuerpo para quedarse en el tronco y darle un nuevo olor, como el testimonio de su paso.

Y luego, a seguir corriendo, hasta la casa.

― ¡Cuidado, Perrito! ―con voz de miedo.

Continuará…

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