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Prof. María Leticia Méndez
La leyenda del Cristo de Piribebuy
Maderas y yerba trae la caravana. Suben la última cuesta. El camino no ha sido fácil pero ahora llegan a la posta y ya se nota en los hombres la expectativa. Los movimientos de las carretas parecen agilizarse ante la vista del lugar. Numerosas carretas descansan llenas de mercancías que llevan rumbo a Asunción. Un rancho grande e iluminado es el centro de aquella romería donde los hombres hablan en alta voz y algunos se emborrachan con caña.
Don Taní dirige la caravana. Ahora los peones desenganchan los bueyes, los llevan a pacer hacia una zona de yuyales que han visto al llegar. Don Taní cuenta el ganado. ¡Falta una mula! dice en altavoz. ¡Ramón!, llama don Taní y al instante Ramón, un muchacho de veinte años, está junto al capataz. Falta una mula, ve a buscarla, ordena don Taní, habrá quedado en el bajo. Parte Ramón a toda prisa. Quiere volver pronto y sumarse al jolgorio. La oscuridad de la noche no intimida a Ramón. Es joven y fuerte, ¿qué puede pasarle?
Al poco tiempo, escucha el rebuzno grave, se orienta y ayudado por la luz de la luna, encuentra la mula perdida. Intenta llevarla por el sendero más corto pero la mula se resiste. La mula toma el camino que ella quiere. Seguramente habrá olido agua, piensa Ramón. La deja ir. Hay que tener paciencia. La noche es larga. A mitad de camino Ramón cree ver un bulto tirado junto a un árbol, pero no es esto lo que llama la atención de Ramón, sino unos sollozos que escucha como viniendo de aquel bulto. Lastimeros y ahogados son los sollozos. Ramón escapa del lugar tironeando la mula como puede y llega agitado junto a su capataz. Don Taní, dice Ramón, usted tal vez no me crea pero he visto algo, un bulto, cerca de un árbol allá en el bajo y el bulto sollozaba todo el tiempo. Yo no quise acercarme solo. La verdad que me dio un poco de miedo. Pero, qué jodido, le contesta chancero, el capataz. Andá con José y Ricardo y traigan ese bulto. Mirá si alguien abandonó una criatura. Eso suele pasar. Los tres peones vuelven al lugar y efectivamente encuentran un tercio de cuero al que primero no se animan a acercarse debido a los lastimeros sollozos que escuchan. Al final, Ricardo, el más corajudo, avanza seguido de cerca por los otros dos y abre la bolsa.
¡Un Cristo! exclama Ricardo. ¡Un Cristo! Repiten a coro e incrédulos los otros dos.
Efectivamente, dentro de la bolsa de cuero, encuentran un Cristo de madera de grandes dimensiones. Al abrir la bolsa los llantos han cesado. Nos estaba llamando, dice Ramón. Y vos no te animabas, le contesta socarrón, Ricardo. Vuelven los hombres llevando al Cristo en andas dentro de la bolsa de cuero. Llaman a su capataz y le muestran lo hallado. Bien, bien, dice don Taní mirando la imagen, si Dios quiso que lo encontremos, pues lo llevaremos con nosotros hasta Piraju. Allí le voy a construir un oratorio. ¿Quién sabe quién dejó allí el Cristo? La mano de Dios...
No tardaron en descubrir el hallazgo los parroquianos viajeros que paraban en la posta y quisieron ver la imagen. Al fin don Taní cedió y la imagen fue vista por todos. Maravillados miraban aquel enorme Cristo tallado en madera con los brazos articulados. Como era de esperar hubo quienes estuvieron de acuerdo en que don Taní se lleve la imagen y otros que opinaban que debía quedarse allí para proteger a los viajeros. Si allí había aparecido, allí debía quedarse, decían. Pese a la insistencia de estos últimos, don Taní se mantuvo firme y al otro día, cuando despuntaba el alba, cargó la bolsa con el Cristo sobre una mula y se dispuso a partir. Extrañamente la caravana toda se puso en marcha pero la mula que llevaba el Cristo se empacó y no quiso avanzar. Cambiaron al Cristo de mula y esta tampoco quería ponerse en marcha. Así estuvieron todo el día. Don Taní, presionado por el dueño del rancho no sabía qué hacer. Por un lado quería aquel Cristo, pero por el otro parecía milagroso aquello de que las mulas no quieran marchar solo cuando llevaban cargada la imagen. Al final se mantuvo en sus trece. Lo llevaré yo mismo hasta Piraju, dijo don Taní. Dio un día de descanso a sus peones y decidió pernoctar allí mismo.
Esa noche don Taní comenzó a sentirse mal. Una fuerte descompostura le arrebataba. Sentía dolores horribles en el vientre y no había nada que le calmara. Le prepararon infusiones que ningún resultado daban. Los dolores seguían y don Taní sufría enormemente. La cosa se agravó al caer la noche. Don Taní maldecía la comida. Pero en realidad la familia dueña de la posta era la que le atendía con mayor cuidado. Le dieron la mejor cama de la casa. Le ponían paños de agua fría en la cabeza... Porque don Taní volaba de fiebre. Extraño mal, este que aqueja a don Taní, no hay con qué pararlo, decía moviendo negativamente la cabeza Filomeno, el dueño del rancho.
Al otro día y después de haber sufrido dolores insoportables, don Taní, para sorpresa de todos, murió. Lo enterraron cerca de allí con profunda tristeza, pues era asiduo de aquel lugar. Enviaron un mensajero a Piraju para avisar a su familia y la caravana que él dirigía se puso en marcha lentamente llevando sus mercancías ahora con hondo pesar. Todos interpretaron que el Cristo debía quedarse allí. Vieron una clara señal en la muerte de don Taní, el Cristo quiere quedarse, era la voz de la mayoría de los viajeros. No hay vuelta que darle...
Desde entonces, el Cristo se alojó en el rancho de la posada. Años más tarde y con la colaboración de los viajeros, se construyó un oratorio junto al rancho. Alrededor de estas dos construcciones se fueron multiplicando las casas. Las gentes se asentaban allí para obtener la protección de Ñandejára Guazú, como comenzaron a llamar al Cristo. El caserío formó en poco tiempo un pueblo que fue llamado Capilla guazú, población que dio origen a la pintoresca Piribebuy, en cuya iglesia reposa la imagen de aquel Cristo de extraña procedencia.
http://www.portalguarani.com/- Jorge Montesino
La leyenda del Cristo de Piribebuy
Maderas y yerba trae la caravana. Suben la última cuesta. El camino no ha sido fácil pero ahora llegan a la posta y ya se nota en los hombres la expectativa. Los movimientos de las carretas parecen agilizarse ante la vista del lugar. Numerosas carretas descansan llenas de mercancías que llevan rumbo a Asunción. Un rancho grande e iluminado es el centro de aquella romería donde los hombres hablan en alta voz y algunos se emborrachan con caña.
Don Taní dirige la caravana. Ahora los peones desenganchan los bueyes, los llevan a pacer hacia una zona de yuyales que han visto al llegar. Don Taní cuenta el ganado. ¡Falta una mula! dice en altavoz. ¡Ramón!, llama don Taní y al instante Ramón, un muchacho de veinte años, está junto al capataz. Falta una mula, ve a buscarla, ordena don Taní, habrá quedado en el bajo. Parte Ramón a toda prisa. Quiere volver pronto y sumarse al jolgorio. La oscuridad de la noche no intimida a Ramón. Es joven y fuerte, ¿qué puede pasarle?
Al poco tiempo, escucha el rebuzno grave, se orienta y ayudado por la luz de la luna, encuentra la mula perdida. Intenta llevarla por el sendero más corto pero la mula se resiste. La mula toma el camino que ella quiere. Seguramente habrá olido agua, piensa Ramón. La deja ir. Hay que tener paciencia. La noche es larga. A mitad de camino Ramón cree ver un bulto tirado junto a un árbol, pero no es esto lo que llama la atención de Ramón, sino unos sollozos que escucha como viniendo de aquel bulto. Lastimeros y ahogados son los sollozos. Ramón escapa del lugar tironeando la mula como puede y llega agitado junto a su capataz. Don Taní, dice Ramón, usted tal vez no me crea pero he visto algo, un bulto, cerca de un árbol allá en el bajo y el bulto sollozaba todo el tiempo. Yo no quise acercarme solo. La verdad que me dio un poco de miedo. Pero, qué jodido, le contesta chancero, el capataz. Andá con José y Ricardo y traigan ese bulto. Mirá si alguien abandonó una criatura. Eso suele pasar. Los tres peones vuelven al lugar y efectivamente encuentran un tercio de cuero al que primero no se animan a acercarse debido a los lastimeros sollozos que escuchan. Al final, Ricardo, el más corajudo, avanza seguido de cerca por los otros dos y abre la bolsa.
¡Un Cristo! exclama Ricardo. ¡Un Cristo! Repiten a coro e incrédulos los otros dos.
Efectivamente, dentro de la bolsa de cuero, encuentran un Cristo de madera de grandes dimensiones. Al abrir la bolsa los llantos han cesado. Nos estaba llamando, dice Ramón. Y vos no te animabas, le contesta socarrón, Ricardo. Vuelven los hombres llevando al Cristo en andas dentro de la bolsa de cuero. Llaman a su capataz y le muestran lo hallado. Bien, bien, dice don Taní mirando la imagen, si Dios quiso que lo encontremos, pues lo llevaremos con nosotros hasta Piraju. Allí le voy a construir un oratorio. ¿Quién sabe quién dejó allí el Cristo? La mano de Dios...
No tardaron en descubrir el hallazgo los parroquianos viajeros que paraban en la posta y quisieron ver la imagen. Al fin don Taní cedió y la imagen fue vista por todos. Maravillados miraban aquel enorme Cristo tallado en madera con los brazos articulados. Como era de esperar hubo quienes estuvieron de acuerdo en que don Taní se lleve la imagen y otros que opinaban que debía quedarse allí para proteger a los viajeros. Si allí había aparecido, allí debía quedarse, decían. Pese a la insistencia de estos últimos, don Taní se mantuvo firme y al otro día, cuando despuntaba el alba, cargó la bolsa con el Cristo sobre una mula y se dispuso a partir. Extrañamente la caravana toda se puso en marcha pero la mula que llevaba el Cristo se empacó y no quiso avanzar. Cambiaron al Cristo de mula y esta tampoco quería ponerse en marcha. Así estuvieron todo el día. Don Taní, presionado por el dueño del rancho no sabía qué hacer. Por un lado quería aquel Cristo, pero por el otro parecía milagroso aquello de que las mulas no quieran marchar solo cuando llevaban cargada la imagen. Al final se mantuvo en sus trece. Lo llevaré yo mismo hasta Piraju, dijo don Taní. Dio un día de descanso a sus peones y decidió pernoctar allí mismo.
Esa noche don Taní comenzó a sentirse mal. Una fuerte descompostura le arrebataba. Sentía dolores horribles en el vientre y no había nada que le calmara. Le prepararon infusiones que ningún resultado daban. Los dolores seguían y don Taní sufría enormemente. La cosa se agravó al caer la noche. Don Taní maldecía la comida. Pero en realidad la familia dueña de la posta era la que le atendía con mayor cuidado. Le dieron la mejor cama de la casa. Le ponían paños de agua fría en la cabeza... Porque don Taní volaba de fiebre. Extraño mal, este que aqueja a don Taní, no hay con qué pararlo, decía moviendo negativamente la cabeza Filomeno, el dueño del rancho.
Al otro día y después de haber sufrido dolores insoportables, don Taní, para sorpresa de todos, murió. Lo enterraron cerca de allí con profunda tristeza, pues era asiduo de aquel lugar. Enviaron un mensajero a Piraju para avisar a su familia y la caravana que él dirigía se puso en marcha lentamente llevando sus mercancías ahora con hondo pesar. Todos interpretaron que el Cristo debía quedarse allí. Vieron una clara señal en la muerte de don Taní, el Cristo quiere quedarse, era la voz de la mayoría de los viajeros. No hay vuelta que darle...
Desde entonces, el Cristo se alojó en el rancho de la posada. Años más tarde y con la colaboración de los viajeros, se construyó un oratorio junto al rancho. Alrededor de estas dos construcciones se fueron multiplicando las casas. Las gentes se asentaban allí para obtener la protección de Ñandejára Guazú, como comenzaron a llamar al Cristo. El caserío formó en poco tiempo un pueblo que fue llamado Capilla guazú, población que dio origen a la pintoresca Piribebuy, en cuya iglesia reposa la imagen de aquel Cristo de extraña procedencia.
http://www.portalguarani.com/- Jorge Montesino