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En el invierno, a todo el mundo le da frío, y la pobrecita lombriz, después de unos cuantos tiritones, se resfrió. Tenía la nariz colorada y el cuerpo adolorido de tanto estornudar. Y también se lamentaba de su mala suerte, porque no tenía ni siquiera un vestido o unas plumitas aunque fuera en la helada colita. Pero como no había caso de quejarse, no quedaba otra solución que sonarse las narices como pudiera y buscar algo para cubrirse. Y así fue como nuestra amiga lombriz partió, recorriendo caminos largos y caminos cortos, en busca de un lugar para cuidar su resfrío y dormir un poco.
Pero por más que miró, buscó y rebuscó, no encontró ningún lugar desocupado.
Todas las casitas pequeñas tenían un dueño, y las otras no servían: era muy grande el escalón de la puerta principal o era muy grande el perro que la vigilaba. Y lo peor era que su resfrío iba cada vez peor, y a ella le daba mucha vergüenza no tener ni un pañuelo para sonarse.
Por ahí andaba cuando ocurrió la maravillosa historia del calcetín.
Porque... ¿saben lo que vio de repente?
Un lindo calcetín rojo, con un hoyito en la punta, justo en el lugar en que estaba su dedo gordo.
La lombriz no lo pensó dos veces, y zuuummm, zzuuummm, se fue arrastrando lo más rápido que pudo y se metió en el calcetín rojo con hoyito. Y, de puro contenta y resfriada, se quedó dormida.
Así estaban las cosas, cuando el señor gato Tacuato llegó a buscar su calcetín rojo que había lavado para su patita enferma. Pero no tenía idea de que su hermoso calcetín lo había arrendado para vivir nuestra amiguita lombriz. Y, cuando se lo fue a poner, casi se desmaya al sentir una cosa suave y blanca, justo en el fondo.
Esa cosa suave y blanca, ustedes ya saben qué era... pero el gato no lo sabía.
—¡Ay!, dijo la lombriz por el puntapié.
—¿Quién dijo “ay”? —preguntó el gato, con voz de gato asustado.
—Yo —contestó la lombriz, con voz de lombriz resfriada.
—¿Y quién es “yo”? —volvió a preguntar el gato, con voz de gato con rabia.
—Una pobre lombriz resfriada, muerta de frío, que no tiene ni un vestido que ponerse, ni unas plumas en la cola, ni un pañuelo para sonarse, y que sería tan, tan feliz de vivir en un calcetín rojo con hoyito —contestó la lombriz de corrido y con mucha pena.
Al escuchar esta triste historia, al gato Tacuato le dio tanta pena que se puso a llorar. Pero, debido al llanto, también le empezaron a caer gotas de la nariz.
Entre lágrimas y narices mojadas, se hicieron muy amigos. Y como a los amigos les gusta estar juntos, el gato Tacuato le ofreció su calcetín. Pero solo un huequito, porque su dedo regalón tenía que estar muy abrigado.
—No hay problemas —aceptó la lombriz con voz de arrendataria conforme.
Así fue como don gato Tacuato y la señorita lombriz se dedicaron a recorrer el país. No había nada más lindo que verlos conversar, porque ella se asomaba al hoyito del calcetín, mientras él, para no pisarla, daba sus caminatas afirmado en el talón.
Por eso, cuando vean a un gato que anda con un calcetín rojo en su pata derecha, ofrézcanle un plato de leche.
¡Ah!, y le dan saludos de mi parte a la lombriz.