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Vosotros debéis enseñar a vuestros hijos que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, debéis decir a vuestros hijos que la tierra está plena de la vida de los antepasados.
Debéis enseñar a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre.
Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra.
Cuando los hombres escupen sobre el suelo, se escupen a sí mismos. La tierra no pertenece al hombre, sino el hombre pertenece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida; es solo una hebra de ella.
Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo. Lo que le ocurra a la tierra les ocurrirá a los hijos de la tierra.
Todas las cosas están relacionadas como la sangre que une a una familia…”.
Jefe indio Seattle, de la tribu suwamish (1786 -1866)
Hace prácticamente 200 años que esta carta fue enviada al presidente de los Estados Unidos de América por el jefe de la tribu suwamish (habitaba en el noroeste de EE. UU.), cuyo contenido mostraba su preocupación por nuestro planeta. Tanto tiempo ya pasó desde entonces, y hasta hoy no hemos dejado de contaminar o de matar lentamente a nuestro –alguna vez– hermoso mundo. No valoramos lo que tenemos; por alguna razón, alguien dijo: “EL HOMBRE ES EL PEOR ENEMIGO DEL HOMBRE”. Nuestros antepasados lo predijeron, pero, conscientes o no de nuestro mal proceder, estamos buscando fuera de este planeta, dentro del inmenso universo, otro lugar parecido a la Tierra para que allí vivan algunos pocos elegidos, pues este juguete ya está viejo y muy ajado por los pisotones que le damos. Lo transformamos, con nuestras propias acciones, de un paraíso —donde nuestro Creador nos dio todo cuanto necesitábamos— en un mundo donde reina la desidia.