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El rey lo convenció de que se casara con su hija, la princesa, y lo nombró su heredero. Cuando ya estaba casado y disfrutando de la vida, se enteró de que en ese reino cuando alguien casado moría, lo enterraban con el cónyuge fallecido y con todas sus riquezas. Bueno, murió la princesa, esposa de Simbad. Y a él lo bajaron al mismo pozo donde bajaban a los muertos con sus cónyuges y sus riquezas. Pero él pudo escapar, llevándose la mayor cantidad de riquezas de oro, joyas y piedras preciosas que pudo recoger del fondo del pozo. Ya se puede uno imaginar qué pasó después: en resumen, volvió a su casa mucho más rico que antes. En su quinto viaje, luego de naufragar y llegar a una isla, como ya se estaba haciendo costumbre en él, al auxiliar a quien creyó un pobre anciano, cayó en sus piernas. ¿Cómo? Resultó ser un maligno hechicero. Simbad lo subió «a caballo», sobre sus hombros, para trasladarlo de lugar, y así se quedó el viejo, apretándolo del cuello con sus piernas… ¡durante más de un mes! Sin bajarse de ahí para nada. Simbad pudo librarse de él, embriagándolo con un vino que fabricó de uvas machacadas y que guardó en calabazas vacías, hasta que fermentaron. Luego se enteró de que de quien había escapado era el Viejo del mar, y que nunca antes nadie había podido huir de él. Se las arregló para volver a su casa más rico que antes, porque la suerte acompaña a los valientes. Hizo aun un sexto y un séptimo viaje en los que le ocurrieron muchas desgracias y vivió aventuras horripilantes. Luchó con una serpiente marina, enorme y monstruosa, voló con unos hombres a los que, por la noche, les crecían alas y se volvían todos negros. Resultaron ser los hermanos del diablo que, al escuchar el nombre de Dios pronunciados por Simbad, se desintegraban envueltos en llamas. De vuelta de su séptimo viaje, decidió que ya estaba un poco viejo para esos trotes y que sus riquezas superaban lo que pudiera gastar en mil años. En los banquetes que continuó dando a sus amigos y a los necesitados, contaba sus aventuras que asombraban a todos y no se cansaban de escuchar ni Simbad de contarlas. Añadía siempre que lo terrible no era las cosas malas que a uno pudieran sucederle, además de tropezar y caer en el camino de la vida. —Lo verdaderamente malo no es caer. Lo malo es no levantarse. Hay que levantarse siempre y seguir andando. Por eso, y agradeciendo a Dios que lo había salvado de tantos peligros, en la puerta de su casa hizo grabar con letras de oro estas palabras:
«El que lucha siempre, al fin triunfará».