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Al despertar, vio que estaba rodeado de unos hombres que le llevaron ante la presencia del rey de esas tierras.
Interrogado de cómo llegó a esas playas, Simbad contó la historia de la ballena y el rey le felicitó por haberse salvado y le llenó de regalos.
—Si no te ahogaste, es porque Dios quiere que hagas algo importante con tu vida. Y eso, merece estos regalos que te hago.
Vivió muy feliz unos años en esa tierra, hasta que, un día, llegó al puerto un barco.
¡Era el mismo en el que había viajado Simbad!
El capitán del barco —quien era muy honrado, como todos los capitanes de barco— había guardado todas las mercaderías que transportaba a bordo cuando ocurrió lo de la ballena, por si aparecía algún sobreviviente.
Así que Simbad pudo recuperar todas sus pertenencias y sus ganancias, intactas.
Obsequió al rey algunos de los valiosos objetos de los que había entre sus mercaderías, y el rey le retribuyó regalándole otras cosas más valiosas aún.
Simbad volvió a su patria riquísimo.
Agradecido por estar de vuelta, sano y salvo, se dedicó a dar grandes banquetes en su casa, todos los días.
Invitaba a sus amigos y a los pobres, y ayudaba a remediar las necesidades de quienes se lo pedían.
Así vivió un tiempo, hasta que su afán de aventuras, y sus ganas de ver mundo, lo impulsaron a hacerse de nuevo a la mar… ¡con mercaderías para vender y dinero para comprar otras, y volverlas a vender! Como la primera vez.
Así anduvo con otros mercaderes, de isla en isla, de mar en mar, de país en país, acrecentando su fortuna.
Hasta que llegaron a una isla bellísima.
Todos se bajaron a recorrer la isla y observar sus bellezas. Simbad se acostó a la sombra de un frondoso árbol junto a un arroyito y se quedó dormido.
Cuando despertó, se dio cuenta de que los demás ¡y el barco! se habían ido sin advertir que él no estaba con ellos.
Caminó, caminó y caminó por la isla sin encontrar a nada ni a nadie.
De pronto, vio a los lejos algo grande, blanco, que sobresalía en el paisaje, en la cima de un montículo. Acercándose, pensó que era una cúpula. Pero no tenía puertas ni ventanas ni algún lugar por donde entrar.
Marcó el lugar donde estaba y rodeó a la cúpula, dando cincuenta y cuatro pasos alrededor.
¡La cúpula era enorme! Pensaba qué sería aquello, cuando el cielo se obscureció de pronto.
Alzó la vista para ver qué había ocultado el sol de esa manera, y vio un pájaro gigantesco que venía en dirección a él y se sentaba sobre la cúpula, que era… ¡un huevo de la enorme ave! Y esta venía a empollarlo.
Sobre el libro
Título: Simbad el marino
Adaptación: Raúl Silva Alonso
Editorial: El Lector