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Y cada vez se iban quedando con buenas ganancias.
De modo que Simbad, otra vez, se estaba haciendo rico.
Un día llegaron a una isla que parecía un jardín del paraíso.
El capitán del barco mandó echar el ancla y pasajeros y tripulación bajaron a la isla.
Los pasajeros —entre los que estaba Simbad—se fueron a pasear. Los marineros se ocuparon, unos en lavar ropa en una tinaja de madera; otros, en jugar a las cartas y otros encendieron una gran fogata para cocinar.
De pronto, ¡la isla comenzó a moverse!
El capitán, que estaba en el barco con otros marineros, empezó a gritar como loco:
—¡Sálvense! ¡Sálvense! ¡Vengan enseguida al barco!— y, levando el ancla, el barco comenzó a alejarse de la isla ¡que no era una isla!
¡Era una ballena grandísima, grandísima!
Hacía tanto tiempo que el enorme cetáceo estaba durmiendo en la superficie del mar, que le había crecido pasto y toda clase de plantas; en la arena que el viento depositó sobre la parte de su cuerpo que sobresalía del agua.
La ballena se despertó, molesta por el calor de la fogata que los marineros encendieron para cocinar. Buscando refrescarse de ese súbito calor, comenzó a sumergirse lenta, perezosamente. Algunos tripulantes pudieron llegar a nado hasta el barco y se salvaron.
Otros no.
Y los pasajeros que andaban paseando por ahí, todos se ahogaron. Menos Simbad, quien se agarró a la tinaja de lavar la ropa, quien era de madera y flotaba.
Pero el barco se había alejado tanto ya, que Simbad quedó solo sobre la tinaja, a merced de las olas.
En un primer momento se desesperó.
Pero luego comenzó a remar con las manos y los pies, pensando que así era posible que alguna vez llegara a alguna costa.
Y así fue.
Sediento, hambriento y agotado, después de pasar un día y una noche en el mar, llegó a una playa donde quedó tumbado, durmiendo otro día entero.
Sobre el libro
Título: Simbad el marino
Adaptación: Raúl Silva Alonso
Editorial: El Lector