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Una mañana apareció una barca acercándose a la isla. Por un momento, pensé que era el español que volvía con más hombres para sacarnos de allí; pero pronto comprendí que esto no era posible, ya que habían pasado muy pocos días desde su marcha.
Viernes iba a hacerles señales, pero yo le detuve.
Cuando se acercaron me pareció muy raro su comportamiento. Llevaban a tres hombres atados. Los sacaron de la lancha y, a empujones, los llevaron hasta unos árboles donde los ataron. Luego, sacaron unas botellas de ron y comenzaron a beber alegremente. Charlaban y reían. Poco a poco se fueron alejando de los tres prisioneros.
Viernes y yo nos acercamos y esperamos a que oscureciese. Aquellos hombres seguían bebiendo y, por lo que parecía, estaban dispuestos a pasar allí la noche.
Me acerqué a rastras hasta los tres prisioneros y les hablé en voz baja.
—¿Quiénes son?
Se sorprendió mucho al verme, pero uno de ellos me respondió en mi propia lengua.
—Soy el capitán del barco que ves anclado allí enfrente. Mis marineros se han amotinado. Nos han traído a esta isla con la intención de abandonarnos.
Desaté al capitán y a los otros dos prisioneros. Y entre los cinco tendimos una emboscada a los marineros amotinados. Se vieron rodeados y se rindieron. Entonces, el capitán decidió actuar con benevolencia, ya que su intención era recuperar el barco, que seguía en manos de los amotinados.
—Les perdonaré la vida —dijo— si me ayudan.
Y todos se arrepintieron de su acción y prometieron obediencia al capitán. Solo hubo un rebelde, un tal Will Atkins, un marinero feroz e insolente. Tuvo que ser reducido por varios hombres y atado con fuertes ligaduras.
Con el resto de los hombres regresó al barco. Viernes y yo aguardábamos en la playa, pues preferimos no tomar parte en aquella acción.
Hasta el amanecer no supimos lo que había ocurrido.
Una barca se acercaba hacia nosotros con algunos hombres. Pudimos ver al capitán ponerse de pie en la barca y hacernos señales con sus brazos en alto.
Por fin llegó el momento que tanto había ansiado: volver a Inglaterra. Entonces me dirigí al poste-calendario y estuve un buen rato contando señales. Llegué a la conclusión de que había pasado más de treinta años de mi vida en aquella isla, a la que sin duda le tenía cierto cariño.
Viernes se había puesto de repente algo triste.
—¿Qué te ocurre? —le pregunté— ¿Acaso no estás contento?
—Yo alegrar por Robinson, pero estar triste por Viernes, que quedar solo.
—¡Solo! —le dije, sorprendido—. ¿Es que no quieres venir conmigo?
La expresión de Viernes cambió por completo.
—¿A Robinson no importar que Viernes ir a Inglaterra?
—Claro que no, estaré encantado.
Comenzó en dar saltos de alegría y a revolcarse por la arena. Todos los marineros se rieron de sus piruetas y de sus gritos de júbilo.
Así pues, juntos, regresamos a Inglaterra. Concluyó así esta larga aventura que me tocó vivir. Pero que nadie crea que fue la única. Al poco tiempo de estar en Inglaterra, me compré un precioso barco. Viernes y yo acompañados por unos cuantos hombres nos dedicamos a recorrer el mundo.
Fueron muchos los peligros que tuvimos que pasar, pero esa es otra historia, y en otra ocasión les voy a contar.
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