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Sus hijas estaban cansadas de que las tratara muy mal.
Así que, cuando consiguieron un «candidato», se casaron y pronto se mandaron mudar, dejando a la madre déspota y plagueona en el rancho.
Como su vicio principal era el cigarro, cuando se le apagaba, pegaba un grito para que alguna de las chicas se lo volviera a encender:
—¡Che pito ogue…! (Mi cigarro se apagó) —vociferaba, haragana y cómoda, y alguna de las pobres hijas debía dejar lo que estuviera haciendo y salir disparada a buscar una brasa para encender el «pito» de la mamá. Seguramente ya su mala educación y mal carácter fueron los que la hicieron enviudar cuando su marido aún era muy joven.
Sus largos cabellos negros, sujetos con una vincha amarilla, y su vestido del mismo color le daban bastante mal aspecto. Lo que unido a su endemoniado carácter hizo que los nuevos yernos la abandonaran con sus esposas una siesta en la que dormía roncando como un chancho.
Al despertar, lo primero que hizo fue gritar:
—¡Che pito ogueee…!
Pero nadie respondió ni acudió a atenderla.
Entonces, se levantó y comprobó que estaba completamente sola. Enfurecida, continuó gritando.
En eso, la vieja, cansada ya, en su loca carrera, enredó sus pies en unos ysypo —lianas— y, cayéndose de bruces, golpeó la cabeza con el tronco de un árbol.
Perdió el conocimiento por un instante, pero, en cuanto se recuperó, más que agua o algún alimento para reparar las fuerzas perdidas en su atolondrado correr, requirió a gritos lumbre para su cigarro:
— ¡Pitogueee! —reclamaba.
Pero, agotada, perdió de nuevo el sentido y quedó tendida en el yuyal.
Tupã, compadecido de su tontería y del destino que la aguardaba sin sus hijas, la convirtió en ave despreciada por unos y apreciada por otros, pero hermosa, al fin y al cabo.
—El pájaro que utede iba a matar… —concluyó don Policarpo. Y añadió:
«Ahora construye su nido con hierbas secas, pedazos de trapo o lana que consigue. El nido se parece, por su desprolijidad, al rancho en el que vivía. Generalmente, está siempre lleno de piojitos. Todo como era y vivía ella».
«Y aun el pajarito parece haber heredado los largos dedos que sostenía con fuerza el cigarro; también, el agudo pico es como la nariz puntiaguda de la anciana y el plumaje recuerda los colores de su vestido, incluyendo la vincha».
—En resumidas cuentas —dijo Chilo—, lo que usted quiere decirnos es que no persigamos más a ese pajarraco con las honditas…
—A ese ni a ninguno. Todo ko son criatura de Dio y no hay derecho de maltratarle.
Pilo asintió con la cabeza, convencido de las palabras del vecino, pero Chilo parecía no resignarse.
Sin embargo, don Policarpo tuvo una alegría cuando, la siguiente vez que vio a Chilo y Pilo con las honditas, estaban jugando «tiro al blanco», haciendo puntería con una caja de cartón colocada a cierta distancia sobre un tronco.
Sobre el libro
Título: Pitogüé
Adaptación: Raúl Silva Alonso
Editorial: El Lector