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Como todos los chicos, llegó también para Perico el tiempo de dar por terminadas las vacaciones del verano y volver a las clases... acontecimiento que no se le ocurrió celebrarlo con nada.
No es que a Perico le disgustase, en particular, el maestro, los libros, el horario de clase, los mapas que colgaban de las paredes, las largas lecturas, o las fastidiosas lecciones, sencillamente, aborrecía todo en bloque.
Así pensaba nuestro amiguito:
—¿Para qué hace falta aprender a leer? Los bandidos, los piratas y otras gentes importantes no sabían leer. Cuando necesitaban estampar su firma al pie de algún documento, se limitaban a hacer una cruz. Y si tenían que escribir algo más largo, solicitaban la ayuda de un monje.
—Pero, hijo mío —le decía su madre, después de oírle expresarse de ese modo—, supongo que tú no serás de mayor, un bandido ni pirata. En cuanto a los monjes, cada vez escasean más...
—No importa. Seguirá habiendo maestros. Los maestros son indestructibles, creo yo
—decía Perico.
A veces, su padre consideraba oportuno intervenir:
—Cada vez se precisan para desenvolverse en la vida más y más conocimientos. Un hombre que no sabe leer puede ser engañado en la operación más trivial. Los tesoros encerrados en los libros siempre quedarán vedados para ti. Además, los niños pobres te dirán: «Si nosotros hubiésemos tenido las mismas oportunidades que tú para estudiar, no nos veríamos ahora tan ignorantes, tan semejantes a ti». De modo, Perico, que mañana quiero verte ir a la escuela sonriente. Has de aprender a leer y la señora Genoveva se encargará de ello. Es mi última palabra.
Sobre el libro
Libro: Mis cuentos de hadas
Título: Perico el desaplicado
Editorial: Cuenticolor