Nadie puede ser lo que no es

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No es posible agradar a todos, por lo que es mejor ser uno mismo. Debemos valorar nuestras cualidades y reconocer nuestras limitaciones, solo así podremos comprender a los demás. Esta lección está recreada en la dos parábolas recogidas por el profesor Antonio Pérez Esclarín, que compartimos hoy.

El lirio infeliz

Había un hermosísimo lirio que crecía en un extremo del campo. Rodeado de piedras y de ortigas que admiraban su belleza, el lirio resplandecía feliz.

Un día, visitó ese lugar un pájaro de múltiples colores. El lirio trató de ser su amigo, pero el pájaro lo rechazó y despreció la fealdad y pobreza de sus compañeros.

—No sé cómo puedes vivir aquí, entre piedras y ortigas. Crees que este lugar es hermoso, porque no conoces la verdadera belleza. Yo sí conozco lugares encantadores donde los lirios pueden lucir plenamente su belleza y ser admirados por quienes merecen la pena.

El lirio empezó a lamentar su suerte, a sentirse horrible, a odiar a los que vivían a su lado a quienes ahora veía feos y miserables. En sus frecuentes visitas, el pájaro seguía envenenando el corazón del lirio, hablándole de lejanos paraísos, haciéndole odiar cada vez más a sus antiguos compañeros, que ya ni se atrevían a mirar al lirio y vivían dolorosamente su desprecio.

Un día el lirio ya no pudo aguantar tanta desdicha y le dijo al pájaro:

—Quiero irme de aquí, llévame a esos lugares fabulosos que conoces donde yo puedo lucir mi belleza con tanto esplendor.

El pájaro arrancó al lirio con su pico y, a las pocas horas, murió.

La semilla de mango

Había una vez un señor que sembró una semilla de mango en el patio de su casa. Todas las tardes regaba con cariño la semilla v se ponía a repetir con verdadera devoción:

—Que me salga durazno, que me salga durazno...

Y así llegó a convencerse de que pronto iba a tener una planta de durazno en el patio de su casa.

Una tarde, vio con emoción que la tierra se estaba cuarteando, v que una cabecita verde pujaba por salir en búsqueda de los rayos del sol. Al día siguiente, asistió emocionado al milagro de una vida que comenzaba a estremecerse en el patio de su casa.

—Me nació la mata de durazno —dijo el hombre con satisfacción y orgullo, le hablaba como a un hijo y le decía:

—Tienes que ser una verdadera planta de duraznos, bien distinta y diferente a esas matas de mangos populacheros que crecen silvestres y que, en épocas de cosechas, llenan los patios de las casas.

La planta fue creciendo y un día el hombre vio, primero con duda, después con incredulidad y desconcierto, que lo que estaba creciendo en el patio de su casa no era una mata de durazno, sino una mata de mango. Y dijo con despecho y con tristeza:

—No entiendo cómo me pudo pasar esto a mí. Tanto que le dije que fuera durazno y me salió mango.
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