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La fatigada ballena, que por lo prolongado de la persecución o la resistencia que le presentaba la maraña de cuerdas que arrastraba, se deslizaba por las aguas con más lentitud que lo habitual en ella. Al avistarla, el capitán ordenó bajar las balleneras.
Asombrosamente, ignorando a la ballena herida, racimos de tiburones acompañaban a una de las lanchas, en la que iba Ajab, mordiendo los remos y arrancando dentellados trozos cada vez más grandes. Llegaron, sin embargo, hasta el costado mismo de la ballena blanca, a tan poca distancia que Ajab, arqueando el cuerpo y con los brazos en alto, le lanzó el arpón furibundo, hundiéndolo hasta el mango, como chupado por una ciénaga.
Moby Dick se retorció de costado y se hundió en las profundidades. El cabo del arpón clavado en su costado, con el brusco movimiento, hizo un lazo que atrapó el cuello de Ajab, arrastrándolo a una velocidad que los balleneros que iban en la lancha apenas tuvieron tiempo de verlo.
Volviendo del abismo con enloquecida furia, Moby Dick salió vertical a la superficie y continuó subiendo sobre el agua hasta una increíble altura, haciéndolas seguir en su inverosímil vuelo a las lanchas circundantes.
Al volver a caer pesadamente al agua, ignorando los —para ella— minúsculos despojos, dirigió su furia directamente hacia el Pequod, desde donde los demás tripulantes a bordo contemplaban el desastre.
La enorme y rugosa frente del cetáceo, y luego su cuerpo descomunal atravesando el navío partieron en dos al barco, como un fuerte mandoble puede separar del tronco una cabeza.
Cumplida su venganza, Moby Dick se perdió de mi vista en la vastedad del océano. Y lo último que vi del Pequod fue la bandera ondeando en la punta del mástil del palo mayor, que seguía hacia el fondo del mar tras todo lo que quedaba del barco.
Cuando la succión casi extinguida del barco me alcanzó, llevándome lentamente hacia el torbellino final, empecé a dar vueltas y vueltas, acercándome cada vez más a la negra burbuja central, que reventó al llegar yo.
Esa última explosión de aire trajo consigo, ascendiendo con fuerza por su gran capacidad de flotación, el ataúd que, en muda y funesta profecía, uno de los marineros preparaba para el capitán Ajab.
Embarcado dentro del flotante ataúd, estuve flotando un día entero y toda una noche.
Al segundo día, un barco me vio, se acercó y me recogió.
Y como dijo uno de los sirvientes al paciente y fiel Job de la Biblia: —Solo yo escapé para contártelo.
Sobre el libro
Autor: Raúl Silva Alonso
Título: Moby Dick
Editorial: El Lector