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Al acortarse la distancia, el capitán Ajab, eufórico y destilando odio, ordenó que se bajaran del Pequod las lanchas balleneras con su tripulación y los arponeros, ocupando él mismo una de ellas.
La ballena, de pronto, alzó lentamente del agua su parte delantera, formando con su enorme cuerpo un arco gigante, tras lo cual aparecieron, amenazadoras, sus grandes aletas caudales —la cola— batiendo por una sola y poderosa vez el agua, para sumergirse luego y desaparecer.
No la volvimos a ver por escasos minutos, Ajab, tratando de penetrar con sus ojos el abismo de agua bajo el bote, vio allá, en lo profundo, una mancha blanca no muy grande, que subía, agrandándose con maravillosa celeridad.
Quienes mirábamos aquello comprendimos al mismo tiempo de qué se trataba, al aclararse bajo el agua dos largas hileras de dientes blancos que surgían del fondo invisible.
¡Era la enorme boca abierta de Moby Dick que subía, bostezando, debajo de la lancha, como las puertas abiertas de un sepulcro de mármol!
Ajab giró rápidamente la embarcación, pero como si con su maligna inteligencia, la ballena blanca supiera lo que su enemigo se proponía a hacer, sacó la cabeza frente a la proa donde estaba el capitán, y abriendo su estrecha y contorneada mandíbula, arrancó buena parte de la lancha de un bocado, dando apenas tiempo a Ajab a echarse atrás y caer al agua.
Desde las otras lanchas arponeras, sus tripulantes miraban impotentes la embarcación de sus compañeros partida en dos, y a su capitán en el agua, cuya cabeza aparecía y desaparecía como una burbuja más en medio de la blanca espuma producida por los coletazos de Moby Dick, que luego de dar unas enormes vueltas en torno de todos ellos, se retiró, como quien dice, sonriente y burlona.
Las demás balleneras rescataron del agua a los náufragos y se aproximaron, embarcándose todos, al Pequod.
El segundo encuentro fue peor que el anterior para los balleneros.
Aunque escapó con media docena de arpones clavados en el cuerpo, y los respectivos cables enredados y azotando su costado, la ballena blanca se llevó con ella a uno de los hombres, la pata de marfil del capitán Ajab y dos embarcaciones.
La mañana del tercer día de su persecución amaneció clara y fresca, y el capitán con una pata de palo nueva.
Ya la tripulación del Pequod no participaba del entusiasmo y menos aún de la locura de su capitán, empeñado en destruir a la ballena blanca que amenazaba con acabarnos.
No obstante, su férrea voluntad y ese don de mando imposible de ignorar, arrastraba a sus hombres en obediencia ciega, tras su insano odio al cetáceo.
Sobre el libro
Autor: Raúl Silva Alonso
Título: Moby Dick
Editorial: El Lector