Moby Dick (1)

Empezamos a leer esta obra escrita por el norteamericano Herman Melville.

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Aunque mi profesión es la de maestro, cuando mi pesimismo, mal humor o lo que sea, empieza a tenerme a mal traer, sé dónde conviene disolver estos negativos pensamientos.

Y, como las aguas de los ríos que se confunden y se disuelven con las del mar, sé que es allí adonde debo dirigirme.

Buscando la inmensidad de sus líquidas llanuras para diluir mis desalientos, mis pasos me llevan al primer puerto donde embarcarme. Mas no como pasajero o turista, que este paga, sino como marinero, a quien le pagan.

Es así como, con muy poco dinero, llegué una tenebrosa noche a la costa, al inhóspito hospedaje de «La posada del chorro de ballena».

Ahí conocí a quien se convirtió —luego de tenerme aterrorizado una noche— en un amigo leal, a prueba de fuego.

Porque Queequog, de quien hablo, era un feroz caníbal lleno de tatuajes de extrañas y atroces costumbres, con quien —por falta de lugar— hube de compartir el lecho en la posada.

No tardé, sin embargo, en descubrir su valentía y sus otras muchas virtudes.

Nos enrolamos y embarcamos en el Pequid. Yo solo había viajado en barcos mercantes y, a regañadientes, fui admitido en el ballenero.

Ese viaje duraría tres años, nada raro en ese oficio. Aunque su objetivo evidente era la caza de ballenas, recién en alta mar pude percatarme de que el verdadero propósito del capitán Ajab, que lo comandaba, era una insensata venganza: la muerte de Moby Dick, la ballena blanca, en cuya frustrada cacería había perdido una pierna.

A Moby Dick, cuya existencia era innegable, se le atribuía, sin embargo, facultades sobrenaturales, como la de la ubicuidad, asegurándose que podía estar en varias partes del globo terráqueo a la vez.

Lo que sí estaba fuera de toda duda era su superior inteligencia con relación a la de los demás cetáceos, e incluso a la del hombre, a quien había burlado y destruido en múltiples ocasiones.

Una de ellas fue el enfrentamiento con los balleneros del capitán Ajab, en el cual este, perdiendo toda cordura, se arrojó sobre la ballena blanca armado solo de un puñal de seis pulgadas. Y aunque señaló el costado de Moby Dick con tres visibles perforaciones de su pobre arma, le costó la pierna que el feroz cetáceo cercenó como nosotros podríamos cortar con un cuchillo un trozo de manteca.

Sobre el libro

Título: Moby Dick

Adaptación: Raúl Silva Alonso

Editorial: El Lector

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