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Un día que Tom se hizo la rabona y fue a nadar al río, casi pudo engañar a la tía Polly, quien sospechó el asunto, diciéndole que el pelo mojado era por haberse refrescado la cabeza con los otros chicos en la fuente de la plaza.
Pero el primo Sidney le descubrió y Tom tuvo que salir pitando. Y, lógicamente, Sid tuvo que soportar una buena pedrada en su momento.
Esa hazaña le costó tener que pintar todo el largo cerco de madera de la casa, un sábado, cuando todos los chicos iban a nadar al río.
Se las arregló para convencer a sus compañeros que pintar la valla era algo sumamente divertido.
Y tanto elogió la diversión, que todos los amigos pidieron por favor que les dejara pintar un poco.
Mucho tuvieron que rogar para que Tom aceptara privarse de ese placer, pero al fin consintió a los suplicantes pedidos, a cambio de un buen pago que hizo cada solicitante.
Así, para asombro de la tía Polly, la cerca estuvo pintada mucho antes de lo que ella calculaba. En realidad pensó que Tom no pintaría ni un metro.
Y Tom, que esa mañana se hallaba en la miseria, a la tarde, nadaba materialmente en la abundancia: además de varias manzanas (que ya las había comido), era poseedor de cinco trompos de madera, un cornetín, un pedazo de vidrio azul de botella para mirar por él como por un carretel, una llave, un trozo de tiza, un soldado de plomo, dos renacuajos, seis cohetes, un gatito tuerto, un picaporte, un collar de perro, el mango de un cuchillo y una falleba destrozada.
De no haberse agotado la pintura, habría hecho declararse en quiebra a todos los chicos del pueblo.
Otro día, cuando volvía a su casa, victorioso de una guerrilla con una banda rival, vio en el jardín del abogado del pueblo una niñita desconocida: era preciosa, de ojos celestes, con el cabello rubio peinado en dos trenzas y un delantal blanco con puntillas. El héroe de la reciente batalla cayó sin disparar un tiro. Y una cierta Amy Lawrence se eclipsó completamente en su corazón.
Se había creído locamente enamorado de Amy, y dedicó meses a su conquista. Hacía siete días que ella se había rendido, y durante ellos se consideró el más feliz de los mortales; y ahora, en un instante, la había desalojado de su corazón.
Adoró esta nueva y repentina aparición seráfica e inmediatamente comenzó a presumir, haciendo toda clase de malabarismos y habilidades para ganarse su admiración.
Continuó con su grotesca exhibición y, cuando estaba haciendo unos arriesgadísimos ejercicios gimnásticos, vio con el rabillo del ojo, que ella se dirigía hacia la casa.
Su desilusión fue grande, pero su cara se iluminó de pronto: antes de entrar, la niña arrojó una flor por encima de la valla, en dirección a él.