Las aventuras de Tom Sawyer (1)

Empezamos el año escolar deleitándonos con esta famosa novela del autor estadounidense Mark Twain.

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—¡Tom!

Completo silencio.

—¡Tom!

Igual respuesta.

—¿Dónde se habrá metido ese muchacho… ¡Tom! La anciana se bajó los anteojos y miró por encima de ellos.

Después se los subió a la frente y miró por debajo de ellos. Rara vez miraba a través de los vidrios. Quedó un instante perpleja y dijo, no enojada, pero lo bastante alto como para que lo oyeran los muebles:

—Bueno, pues te aseguro que si te agarro…

No terminó, porque entonces estaba agachada dando estocadas con la escoba debajo de las camas y necesitaba todo su aliento para seguir el ritmo de los escobazos con sus resoplidos. Lo único que consiguió desenterrar fue al gato.

Fue hasta la puerta y desde allí recorrió con la mirada las plantas de tomates y las hierbas silvestres que crecían en el jardín. Ni sombra de Tom. Alzó, entonces, la voz y en un ángulo de puntería calculando para larga distancia gritó:

—¡Tom… Tooom!

Oyó tras ella un ligero ruido y se volvió justo para atrapar a un chico por la punta de la camisa, deteniendo su vuelo.

—Ya está. ¿Cómo no se me había ocurrido mirar en la despensa? ¿Se puede saber qué es lo que hacías allí?

—Nada.

—¿Nada? Mírate con esas manos, esa boca… ¿De qué están todas pegajosas?

—No sé, tía.

—Bueno. Pues yo sí sé. Es dulce. Te dije mil veces que si no dejabas en paz ese dulce te despellejaría vivo. Dame esa vara.

La vara se agitó en el aire. Aquello tomaba mal cariz.

—¡Dios mío! ¡Mire lo que viene detrás, tía!

La anciana giró en redondo agachándose y recogiéndose la pollera para esquivar el peligro, y en el mismo instante el chico escapó, se encaramó por la alta valla de tablas que cercaba el jardín y desapareció tras ella.

La tía Polly se quedó un momento sorprendida y después se echó a reír bondadosamente.

¡Qué muchacho! ¿Cuándo acabaré de aprender sus mañas? Cuántas jugarretas como esta me habrá hecho y yo todavía le hago caso. Pero las viejas bobas somos más bobas que nadie.

Es que si no me la hace del mismo modo dos días seguidos ¿cómo voy a saber con qué me va a salir? Y lo peor es que sabe que si me hace reír, no voy a ser capaz de pegarle.

Escenas como esta eran el pan nuestro de cada día en la casa de la tía Polly, quien vivía en San Petersburgo, pueblito a orillas del Misisipi, allá hacia fines de 1800.

Albergaba en su casa a sus sobrinos Tomás Sawyer —Tom—, hijo de su difunta hermana; a Sidney y a Mary, primos de Tom.

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