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Cuenta la leyenda que un indígena cristiano había ido hacia las selvas del Valle Ytú, para la búsqueda de alimentos y madera.
Era un indio guaraní converso, de la misión franciscana de Tobatí, y se encontraba en grave peligro de muerte. Estaba rodeado por los fieros mbayaes, tribu que no había querido aceptar la fe cristiana y se había declarado enemiga de los conversos.
Entonces, según la leyenda la imagen de la Virgen María se le apareció y de pronto encontró un grueso tronco que le ofrecía refugio seguro y se escondió, pidiéndole amparo a su Madre del Cielo, la Inmaculada.
En ese momento prometió que tallaría, con la madera del árbol protector, una bonita imagen de la Virgen si es que llegaba a salir con vida del trance. Sus perseguidores siguieron de largo sin advertir su presencia, y el indio escultor, agradecido, en cuanto pudo regresar, tomó del árbol la madera que necesitaba para su trabajo.
Del tronco surgieron dos tallas; la mayor fue destinada a la iglesia de Tobatí y la más pequeña la conservó el indio en su poder, para su devoción personal.
Años después, la gran inundación que creó el lago Ypacaraí amenazaba con destruir los poblados cercanos y los frailes franciscanos, acompañados de los habitantes de la región, oraron pidiendo la tranquilidad de las aguas y estas retrocedieron hasta sus límites actuales; junto con la calma, apareció flotando un maletín sellado que encerraba en su interior una imagen de la Virgen, que fue reconocida por los presentes como la misma que el indio tallara años atrás. Desde entonces el pueblo la llamó la «Virgen de los Milagros».
Luego, el indio se instaló con su familia en esos valles, construyó un humilde oratorio. Más tarde la zona fue conocida como el valle de Caacupé.