La ollita hervidora (adaptación)

Compartimos contigo esta lectura que puede serte muy útil para tus prácticas de lectura oral o algunos ejercicios de comprensión lectora. ¡Ánimo! Las vacaciones están a la vuelta de la esquina.

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Buena vida se dio Pedro Urdemales por esas épocas. Tenía el mejor caballo, polainas y alpargatas nuevas, un sombrero de ala ancha, y había tenido un montón de plata. 

Ahora apenas le quedaban las ganas de seguir farreando y el hambre que vuelve sin que nadie la llame.

Un día, Pedro estaba sentado en un tronco, a la orilla del río, donde ya habían tomado agua y se habían bañado él y su caballo. Y claro, después del baño viene el hambre. Pero eso, por ahora, también tenía solución. 

Se apartó dos pasos y, sobre la arena seca, juntó unas ramas y encendió fuego. Puso algunos palos más gruesos y se dedicó a preparar la comida mientras el fuego iba tomando fuerza. 

En su vieja ollita abollada sacó un poco de agua del río, echó los últimos trozos de charqui que le quedaban, mientras pensaba «mañana será otro día», echó su última papa y un resto de harina. 

—Por el condimento no me voy a preocupar —se dijo—. Lo van a poner mis tripas, que ya están a los gritos. 

Al rato, la ollita hervía con entusiasmo. 

Pedro miró a lo lejos y vio un grupo de arrieros que se acercaba. Sin perder un segundo, hizo un pozo en la arena, metió ahí todas las brasas, las tapó con un poco de arena y puso la ollita encima. 

Tiró al río toda señal del fuego, tapó las cenizas y se sentó a fumar el último cigarro que le quedaba. 

Cuando llegaron los arrieros, lo vieron hablando con la ollita, mientras la golpeaba con un palito.

—Herví nomás, ollita hervidora —le decía. 

—¡Buenas, amigo! ¿Qué es eso de andar hablando con las ollas? Más vale haga un buen fuego y póngala encima —le dijo el capataz acercándose. 

—¿Fuego? ¿Para qué iba a andar con esos trabajos? —dijo Pedro haciéndose el sorprendido. 

—Bueno, esa es la forma de cocinar. 

—Será para usted. Lo que es para mí… Pero mire, mire aquí adentro. 

El capataz miró dentro de la olla y los ojos se le pusieron como ojos de lechuza. 

—¡Está hirviendo! ¡Está hirviendo sin fuego!

—¿Se imagina la comodidad cuando uno anda apurado? —dijo Pedro— ¿Y en los días de viento? ¿Y en las noches de lluvia? Es la olla ideal para los arrieros. 

—¡Se la compro! ¡Usted tiene que venderme esa olla!

—No hay interés en venderla ni plata que alcance para comprarla —dijo Pedro mientras mezclaba su comida. 

—Le doy todo esto —dijo el capataz metiendo la mano en el bolsillo de su pantalón— Acabo de vender una tropa y plata no me falta. 

Y el hombre sacó un puñado de billetes. Todos nuevitos. 

—Por ser usted —dijo Pedro agarrando el dinero— Pero va a tener que esperar a que termine de comer. 

—No hay problema –dijo el capataz echando otra mirada a la ollita, que seguía hirviendo—. Coma tranquilo, que nosotros estamos sesteando bajo el algarrobal. 

Pedro le hizo los honores a su comida, enjuagó la olla en el río y se fue a entregarla. 

—¿Con qué rumbo van ustedes? —preguntó como el descuido. 

—Para el sur —dijo uno de los peones. 

—Ah, bueno. Adiós entonces —dijo Pedro. Y se fue para el norte. 

En el camino, estuvo tentando de volverse, pero después pensó que no le convenía y siguió su camino diciendo: 

—¡Hubiera sido simpático ver a esos grandotes hablándole a mi ollita!

Gustavo Roldán

Cuentos de Pedro Urdemales.

En el próximo número, ejercicios de comprensión lectora.

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