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Para buscar trabajo vine a la capital. No quería que mi estancia en casa de mis padres ocasionase gastos que perjudicaran a mis hermanos pequeños.
Pero tuve mala suerte, y después de buscar y buscar por todos lados un empleo, y de alargar como pude los pocos centavos que traje del pueblo, me encontré un día con una sola moneda de diez céntimos para comer todo el día. El hambre retrasada ponía a mis ojos como gasa y apenas veía a la gente que pasaba cerca de mí.
Caminando, caminando como atontado y apoyándome de cuando en cuando en las paredes, entré en un parque público, lleno de paseítos en curvas y de bellos arbolitos. Luego entré por un túnel de fronda verde y llegué a una plazoletita húmeda, solitaria, rodeada de muchos y corpulentos árboles que no dejaban entrar ni chispa de sol.
En medio había una fuente redonda, con una cascadita central, por la que se deslizaba tranquila, como respirando, el agua. Las hojas secas caían al pilón y al mojarse quedaban planas y quietas.
Me senté en un banco, y allí, en la soledad, pensé en mi triste situación. De pronto apareció por la boca luminosa del túnel de árboles un pobre. Su figura se recortaba en la luz del sol.
Traía los pasos arrastrados, la chaqueta andrajosa, la barba descuidada, las manos huesudas, la camisa abierta. Daba lástima y repugnancia verlo. Llegó hasta mí, se quitó el sombrero, y enseñando la pelambre descuidada me dijo:
Señor: no he comido.
Estábamos demasiado solos y nos miramos demasiado cerca. Por eso no supe quitármelo de encima; no tuve fuerzas para decirle esa frase cómoda y egoísta de “Dios le ampare”.
Lo que dije fue:
-¿Es cierto que no ha comido usted?
-Señor: es tan cierto como la luz del sol.
Guardé silencio, lo miré; es posible que fuera cierto lo que decía, porque su aspecto era angustioso. Arañé el bolsillo de mi chaleco hasta encontrar mi moneda y le dije, levantándome:
-Bien, pues es cierto eso…, yo tengo estos céntimos. Vamos y partiremos un panecillo duro para los dos…
Entonces su mano flaca, peluda y llena de avenas salientes, me empujó suavemente para que me sentara otra vez y metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta vieja y sacó otra moneda de cobre. Me la alargó, dejándome asustado.
Luego con su dedo rígido, me impuso silencio el viejo, llevándolo a su boca desdeñada, a sus bigotes húmedos y sucios. Yo me levanté otra vez, lleno de azoramiento.
No sabía que decirle; hasta me equivoqué y le dije:
-¡Dios le ampare!
Pero él ya no me oía. Como si hubiera hecho una mala obra, huía de mí por el camino, hacia la salida del túnel. No quería que se supiese que un pobre daba limosna.
Pero yo, gracias a él, pude comer pan tierno aquel día.
Antonio Robles, español (1898-1983)
Actividades
Pensamos y luego contestamos.
1. ¿Quién fue el que socorrió?
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2. ¿Qué harías si te encontraras en una situación semejante?
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3. ¿Qué opinas sobre la pobreza y de los niños en situación de calle?
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