El Principito

Es el título de la obra escrita por Antoine de Saint-Exupéry, un piloto de aviación que recrea la complicada relación entre niños y adultos, por haber olvidado estos últimos lo esencial de la vida: la imaginación. Leeremos el capítulo X, donde aparece un curioso soberano que solo actúa «razonablemente».

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(Fragmento)

El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre un trono sencillo pero majestuoso.

—¡Ah —exclamó el rey al divisar al Principito—, aquí tenemos un súbdito!

El Principito se preguntó: «¿Cómo es posible que me reconozca si nunca me ha visto?».

Ignoraba que para los reyes todos los hombres son súbditos.

El rey estaba orgulloso de ser por fin el rey de alguien. El Principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico manto. Como estaba cansado, bostezó.

—La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey —le dijo el monarca—. Te lo prohíbo.

—No he podido evitarlo, he hecho un viaje muy largo y apenas he dormido...

—Entonces, te ordeno que bosteces. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno!

—Me da vergüenza... ya no tengo ganas...

—¡Hum, hum! ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que bosteces y que no bosteces...

Tartamudeaba un poco y le daba gran importancia a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables.

—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el Principito.

—Te ordeno sentarte —le respondió el rey—, recogiendo majestuosamente un faldón de su manto.

—Señor, perdóneme si le pregunto...

—Te ordeno que me preguntes...

—¿Sobre qué ejerce su poder?

—Sobre todo.

—¿Sobre todo?

El rey señaló su planeta, los otros planetas y las estrellas.

—¿Sobre todo eso?

—Sobre todo eso…

—¿Y las estrellas le obedecen?

—¡Naturalmente! Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la indisciplina.

Un poder semejante dejó maravillado al Principito. Se atrevió a solicitar una gracia al rey:

—Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...

—Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una mariposa, o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería la culpa, mía o de él?

—La culpa sería de usted —le dijo el Principito con firmeza.

—Exactamente. Solo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar —continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la razón. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son razonables.

—¿Entonces, mi puesta de sol?

—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las condiciones sean favorables.

—¿Y cuándo será eso?

—¡Ejem, ejem!, será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece.

El Principito bostezó.

—Me voy —le dijo al rey.

—No partas y te hago ministro —le respondió el rey, que se sentía muy orgulloso de tener un súbdito.

—¿Ministro de qué?

—¡De... de justicia!

—¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!

—Te juzgarás a ti mismo. Es lo más difícil. Si consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.

—Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte.

—¡Te nombro mi embajador…!

«Las personas mayores son muy extrañas», se decía el Principito.

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