El mudito alegre, de Joaquín Aguirre Bellver

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Tardaron mucho en darse cuenta de que Damiancillo era mudo. Cuando sus padres se enteraron, lo comunicaron a los demás once hermanos, y luego a los demás ciento catorce vecinos, con lo que todos en el pueblo se pusieron muy tristes.

 

Tardaron mucho en darse cuenta de que Damiancillo era mudo. Cuando sus padres se enteraron, lo comunicaron a los demás once hermanos, y luego a los demás ciento catorce vecinos, con lo que todos en el pueblo se pusieron muy tristes.

Un día se dieron cuenta de que Damiancillo hablaba por señas, y corriendo lo comunicaron a los once hermanos, y luego a los demás ciento catorce vecinos, con lo que todos en el pueblo se llenaron de sorpresa y alegría. Continuamente la casa estaba llena de personas que trataban de entender los gestos de Damiancillo, tan risueño siempre, tan locuaz de manos y de miradas.

Poco a poco, los padres y los once hermanos aprendieron a entenderse con el pequeño por señas; en seguida pasaron a entenderse por señas también entre ellos, y llegó un momento en que no cruzaban una palabra, sino gestos tan solo. Mientras tanto, los vecinos, de ir y venir a la casa, pero sobre todo, de ver al padre y a los once hermanos, habían aprendido aquella forma de hablar, y no utilizaban otra cuando estaban con ellos. Hasta que dejaron todos, todos, de usar palabras, en cuanto Damiancillo comenzó a salir a la calle y a correr por el campo. En las eras, en el paseo de los álamos, en el fregadero, en la plaza, en la misma iglesia, solo por señas se comunicaban las gentes de aquel bendito lugar.

Una mañana, por el sendero pino y pedregoso, sudando bajo el peso del sol y del saco abultado, llegó un cartero nuevo. Le sorprendió encontrarse con un pueblo de todos mudos, y preguntó la razón de algo tan chocante. Se lo explicaron, y su asombro fue mayor aún al saber las razones. Dijo que quería conocer a Damiancillo, pero el niño estaba en las eras, corriendo y jugando, como siempre, de un lado para otro.

Entonces el cartero nuevo se encaramó por las piedras musgosas de la fuente, y puesto en pie comenzó a tocar la trompeta para congregar al pueblo entero. Cuando todos estuvieron en su torno, dijo, con voz alta y clara:

-Yo no soy, amigos, el cartero nuevo que suponéis, sino el ángel que el Señor envía con sus recados más importantes. Me llamó el Señor y me dijo: "Hay un pueblo en el que todos están llenos de caridad. Ve, comprueba si es cierto, y, si lo es, diles que Yo me complazco en ellos y los bendigo". Por eso estoy aquí, con vosotros. Todavía el Señor me hizo otro encargo: "Para mostrarles cómo mi corazón se conmueve con su bondad, diles también que les concedo la gracia que, por boca de su buen alcalde, quieran pedirme".

Se adelantó el buen alcalde, gordo y meditabundo. Era persona que pensaba mucho las cosas antes de decirlas, y pasó un rato en rascarse la frente, palmearse la faja, fruncir las cejas y cepillarse a manotazos la barba, sin decir, esta boca es mía. Pero, eso sí, cuando se decidió, fueron sus razones de gran peso:

—Señor Ángel de Dios, si una gracia hemos de pediros, es que la próxima vez que nos transmitáis un recado no lo hagáis de palabras, sino por señas. Anda por ahí Damiancillo, ya sabéis, y podría ponerse triste oyéndoos... ¡Habláis tan bien, tan de seguido!

Y esto lo dijo el buen alcalde, por señas.

Actividad relacionada

Luego de una buena lectura grupal, elegimos un moderador de grupo para que podamos establecer cuáles son los valores que se desprenden de la narración y justificamos cada una de las posturas. Marcamos énfasis en el valor de la solidaridad.

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