El juez hábil (León Tolstoi)

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El príncipe de Argel, Bauakas, quiso asegurarse de que no se exageraba al afirmar que en un lugar de la provincia había un juez extraordinariamente hábil, que descubría siempre la verdad.

Se disfrazó de comerciante y se presentó en el lugar donde habitaba el juez.

A la entrada de aquel pueblo, un inválido se aproximó al príncipe y le pidió limosna.

Bauakas le dio algo e iba a proseguir su camino, cuando el mendigo le asió del traje.

—¿Qué quieres? —le preguntó el príncipe.

—Quiero que hagas el favor de llevarme sobre tu caballo hasta la plaza, porque las demás caballerías podrían pisotearme si tratase de llegar hasta allí por mí mismo.

Bauakas subió a la grupa al mendigo y le condujo hasta la plaza.

Allí detuvo el caballo, pero el mendigo no bajaba.

—¿Por qué no te mueves? —dijo el príncipe—. Baja que ya hemos llegado.

—¿Por qué he de bajar?  —le replicó el mendigo—. Este caballo es mío.

Muchas personas los rodeaban, escuchando su discusión.

—¡Vayan a casa del juez! —les gritaron.

Así lo hicieron. Príncipe y mendigo fueron en busca del juez. La multitud se agolpaba en la sala. El enjuiciador llamaba por turno a los que debían comparecer.

Cuando llegó el turno a Bauakas y al mendigo, el príncipe refirió cómo había pasado la cosa; le oyó el juez, y cuando acabó, pidió al mendigo que se explicara.

—Nada de lo que ha dicho es cierto —respondió este—. Yo atravesaba el lugar montado en mi caballo, cuando el príncipe pidió lo llevase hasta la plaza. Lo conduje adonde quería ir, pero una vez llegados, no quiso bajar, diciendo que el caballo era suyo, lo cual no es cierto.

Después de una nueva pausa, dijo el juez:

—Dejad el caballo en mi casa y venid aquí mañana.

Al siguiente día, gran multitud se reunió para conocer las decisiones del juez.

Llegó el turno a Bauakas y el mendigo.

—¿Reconocerías a tu caballo entre otros veinte? —Preguntó el juez al príncipe.

—Reconocería.

—¿Y tú?

—También  —dijo el mendigo.

—Sígueme  —dijo el juez a Bauakas.

Fueron al establo; el príncipe designó a su bestia entre otras veinte.

El juez llamó en seguida al mendigo, y le ordenó dijese cuál era su animal.

El mendigo reconoció el caballo y lo mostró.

Volvieron todos a la sala y el juez dijo a Bauakas:

—Tuyo es el caballo.

Luego hizo dar cincuenta palos al mendigo.

Después de ejecutado aquel mandato, el juez se volvió a su casa. Bauakas le siguió.

—¿Qué quieres?  —le preguntó el juez.

—Solo quisiera saber cómo te has enterado de que el caballo me pertenecía.

—El mendigo lo reconoció tan pronto como tú. Pero yo no los había sometido a la misma prueba por solo esto. Les hice ir al establo para ver a quién la bestia reconocía. Cuando tú te acercaste al caballo, volvió la cabeza; mientras que cuando el mendigo le tocó, movió la oreja y levantó la pata. He ahí cómo comprendí que tú eras el dueño del caballo.
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