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(Oscar Wilde)
Cuando los niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos.
Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.
Pero ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol? preguntó.
El gigante le quería más porque lo había besado.
No sabemos contestaron los niños; se ha marchado.
Debéis decirle que venga mañana sin falta dijo el gigante.
Pero los niños dijeron que no sabían dónde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.
¡Cuánto me gustaría verlo! solía decir.
Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.
Tengo muchas flores hermosas decía, pero los niños son las flores más bellas.
Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.
De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa.
En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.
El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:
¿Quién se atrevió a herirte? pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos ¿Quién se ha atrevido a herirte? gritó el gigante. Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle.
No replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.
¿Quién eres? dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.
Cuando los niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos.
Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante.
Pero ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol? preguntó.
El gigante le quería más porque lo había besado.
No sabemos contestaron los niños; se ha marchado.
Debéis decirle que venga mañana sin falta dijo el gigante.
Pero los niños dijeron que no sabían dónde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él.
¡Cuánto me gustaría verlo! solía decir.
Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín.
Tengo muchas flores hermosas decía, pero los niños son las flores más bellas.
Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores.
De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa.
En el más alejado rincón del jardín había un árbol completamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso.
El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó:
¿Quién se atrevió a herirte? pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos ¿Quién se ha atrevido a herirte? gritó el gigante. Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle.
No replicó el niño, pues estas son las heridas del amor.
¿Quién eres? dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño.
Y el niño sonrió al gigante y le dijo:
Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso.
Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.