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Había una vez, hace muchos años, una ciudad alemana llamada Hamelín, situada a orillas de un hermoso y profundo río.
Estaba rodeada de montañas y de un bosque de pinos.
Allí la gente vivía feliz y hacía trabajos de madera: muebles y tallas que se vendían en otros países.
Todos cuidaban mucho el bosque, porque era de ahí de donde se talan la madera que les proveía de trabajos durante el año.
Por un pino adulto que talaban para trabajar con él, plantaban todas las piñas que ese pino había producido.
Ellos no sabían que eso se llama reforestación, pero eso es lo que hacían, de manera que, en lugar de deforestar el bosque, lo reforestaban.
Tenían un puerto desde donde se embarcaban las mercaderías para su venta en el exterior.
Enviaban la madera trabajada, que tomaba mil formas: animales, objetos del hogar, imágenes de hombres y mujeres animales, objetos del hogar, imágenes de hombres y mujeres realizando tareas o bailando, niños jugando… en fin, todo lo que uno pueda imaginar.
Los barcos traían las mercaderías que ellos no producían. Y fue así como, entre los cajones de mercaderías vinieron también ¡LAS RATAS!
Lo ponemos así, con letras grandes, porque ya veremos el gran perjuicio e infelicidad que trajeron a los —hasta entonces— felices y próspero hamelinianos.
Fueron unas cincuenta, las primeras que llegaron.
Al principio fue un fastidio tolerable. Les ponían trampas y venenos. Pero por cada una que moría parecía que nacieran cien.
Al cabo de unos años, había millones de ellas. Recorrían las calles en mandas, perseguía a los gatos, mordían a los perros, se metían en los roperos, entre la ropa y los zapatos de la gente.
Uno iba a ponerse el sombrero… y caían diez ratas. De mañana los niños iban a ponerse el zapato y no les entraba… porque estaba lleno de ratas.
Si se cargaba la bañadera para darse un baño de inmersión o jugar con un barquito, se terminaba haciéndolo en compañía de decenas de peludos compañeros.
Lo peor, ocurría con los alimentos.
La gente solía hacer una provista de comestibles. Pero al día siguiente de hechas las compras, resulta que ya se habían acabado los huevos, o el pan o las salchicha, la carne… ¡y ni qué decir del queso!
Los habitantes de Hamelín se cansaron. Ellos, por su cuenta, ya nada podían hacer. Y como era gente sencilla, pensaron que lo mejor sería recurrir al gobierno, para que solucionara tan delicado y gran problema.
Fueron, pues, ante la alcaldía de la ciudad con carteles y pancartas para exigir al alcalde que pusiera fin a la plaga.
(Continuará)
Sobre el libro
Título: El flautista de Hamelín
Adaptación: Raúl Silva Alonso
Editorial: El Lector