(Juan Valera)
Hace mucho tiempo vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en una provincia de Japón.
Una vez, cuando la niña era aún muy pequeñita, el padre se vio obligado a ir a la capital por cuestiones de negocio. Como era tan lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue solo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles lindos regalos a la vuelta.
La esposa no había salido nunca del lugar, y así no podía desechar cierto temor al considerar que su marido emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de que fuese él, por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica ciudad, donde habitaba el rey con su corte, y donde había que ver tantos primores y maravillas.
En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido, vistió a la niña de gala, lo mejor que pudo, y ella se vistió un precioso traje de seda azul que sabía que le gustaba mucho al esposo. ¡Qué alegría tuvo al verle de regreso sano y salvo! La niña daba palmadas y sonreía con deleite al ver los juguetes que su padre le trajo. Y él no se hartaba de contar las cosas extraordinarias que había visto durante el viaje y en la capital misma.
¡Toma dijo a su mujer te he traído un objeto maravilloso; se llama espejo! Mira adentro y dime qué ves.
La mujer abrió el estuche blanco, de madera, donde encontró un objeto de metal, redondo. Por un lado era de plata con preciosos relieves que figuraban pájaros y flores. Por el otro, brillante y pulido como cristal. Allí miró la joven esposa con placer y asombro, porque desde su profundidad vio que la miraba, con labios entreabiertos y ojos animados, un rostro que alegre sonreía.
¿Qué ves? preguntó el marido, encantado y ufano de poder enseñarle cosas nuevas a su esposa.
Veo a una linda moza, que me mira y que mueve los labios como si hablase, y que lleva, ¡caso extraño!, un vestido azul, exactamente como el mío.
Tonta, es tu propia cara la que ves le replicó el marido, muy satisfecho de saber algo que su mujer no sabía. En la ciudad cada persona tiene uno de estos espejos, por más que nosotros, aquí en el campo, no los hayamos visto hasta hoy.
Encantada la mujer con el presente, pasó algunos días mirándose a cada momento, hasta que un día consideró que tan caro objeto debía ser guardado, y lo encerró en su cajita y la ocultó con cuidado entre sus más estimados tesoros.
Así pasaron años, y la hija iba creciendo, ya era una linda mujercita de rostro bello, vivo retrato de su madre, y tan cariñosa y buena que todos la amaban. La madre pensaba que si llegara a verse tan bonita en el espejo, se volvería vanidosa, por lo que siguió conservando escondido el espejo. Como no se hablaba de él, el padre lo olvidó del todo. De esta suerte se crió la muchacha tan sencilla y candorosa como había sido su madre, ignorando su propia hermosura.
Pero un día, la madre cayó enferma, y aunque la hija la cuidó con tierno afecto y solícito desvelo, se fue empeorando cada vez más, hasta que no quedó esperanza, sino la muerte. Viéndose en aquel estado, la madre dijo a su hija:
Querida hija mía, estoy muy enferma y pronto me iré de tu lado. Prométeme que mirarás en el espejo todos los días, al despertar y al acostarte. En él me verás y conocerás que estoy siempre velando por ti. Dichas estas palabras, le mostró el sitio donde estaba oculto el espejo. La niña prometió con lágrimas lo que su madre pedía. Y la mujer, tranquila y resignada, murió dejando a su marido y a su hija llenos de dolor.
Pasaron los días y el padre observaba que la hija se miraba mucho al espejo e incluso hablaba con él por largo rato e intensamente. Entonces, le preguntó la causa de tan extraña conducta.
La niña contestó:
Padre, yo miro todos los días en el espejo para ver a mi querida madre y hablar con ella. Allí veo la cara de mi madre, brillante y sonriendo. No está pálida y enferma como en sus últimos días, sino hermosa y joven. A ella confío de noche los disgustos y penas del día, y en ella, al despertar, busco aliento y cariño para cumplir con mis deberes.
Le dijo además que era el deseo de su madre moribunda y que ella nunca había dejado de cumplirle.
Enternecido el padre por tanto amor y tan fiel obediencia, se limitó a llorar lleno de piedad y de afecto, y nunca tuvo corazón para destruir la ilusión de su hija diciéndole que la imagen que veía en el espejo era su propia figura.
Hace mucho tiempo vivían dos jóvenes esposos en lugar muy apartado y rústico. Tenían una hija y ambos la amaban de todo corazón. No diré los nombres de marido y mujer, que ya cayeron en olvido, pero diré que el sitio en que vivían se llamaba Matsuyama, en una provincia de Japón.
Una vez, cuando la niña era aún muy pequeñita, el padre se vio obligado a ir a la capital por cuestiones de negocio. Como era tan lejos, ni la madre ni la niña podían acompañarle, y él se fue solo, despidiéndose de ellas y prometiendo traerles lindos regalos a la vuelta.
La esposa no había salido nunca del lugar, y así no podía desechar cierto temor al considerar que su marido emprendía tan largo viaje; pero al mismo tiempo sentía orgullosa satisfacción de que fuese él, por todos aquellos contornos, el primer hombre que iba a la rica ciudad, donde habitaba el rey con su corte, y donde había que ver tantos primores y maravillas.
En fin, cuando supo la mujer que volvía su marido, vistió a la niña de gala, lo mejor que pudo, y ella se vistió un precioso traje de seda azul que sabía que le gustaba mucho al esposo. ¡Qué alegría tuvo al verle de regreso sano y salvo! La niña daba palmadas y sonreía con deleite al ver los juguetes que su padre le trajo. Y él no se hartaba de contar las cosas extraordinarias que había visto durante el viaje y en la capital misma.
¡Toma dijo a su mujer te he traído un objeto maravilloso; se llama espejo! Mira adentro y dime qué ves.
La mujer abrió el estuche blanco, de madera, donde encontró un objeto de metal, redondo. Por un lado era de plata con preciosos relieves que figuraban pájaros y flores. Por el otro, brillante y pulido como cristal. Allí miró la joven esposa con placer y asombro, porque desde su profundidad vio que la miraba, con labios entreabiertos y ojos animados, un rostro que alegre sonreía.
¿Qué ves? preguntó el marido, encantado y ufano de poder enseñarle cosas nuevas a su esposa.
Veo a una linda moza, que me mira y que mueve los labios como si hablase, y que lleva, ¡caso extraño!, un vestido azul, exactamente como el mío.
Tonta, es tu propia cara la que ves le replicó el marido, muy satisfecho de saber algo que su mujer no sabía. En la ciudad cada persona tiene uno de estos espejos, por más que nosotros, aquí en el campo, no los hayamos visto hasta hoy.
Encantada la mujer con el presente, pasó algunos días mirándose a cada momento, hasta que un día consideró que tan caro objeto debía ser guardado, y lo encerró en su cajita y la ocultó con cuidado entre sus más estimados tesoros.
Así pasaron años, y la hija iba creciendo, ya era una linda mujercita de rostro bello, vivo retrato de su madre, y tan cariñosa y buena que todos la amaban. La madre pensaba que si llegara a verse tan bonita en el espejo, se volvería vanidosa, por lo que siguió conservando escondido el espejo. Como no se hablaba de él, el padre lo olvidó del todo. De esta suerte se crió la muchacha tan sencilla y candorosa como había sido su madre, ignorando su propia hermosura.
Pero un día, la madre cayó enferma, y aunque la hija la cuidó con tierno afecto y solícito desvelo, se fue empeorando cada vez más, hasta que no quedó esperanza, sino la muerte. Viéndose en aquel estado, la madre dijo a su hija:
Querida hija mía, estoy muy enferma y pronto me iré de tu lado. Prométeme que mirarás en el espejo todos los días, al despertar y al acostarte. En él me verás y conocerás que estoy siempre velando por ti. Dichas estas palabras, le mostró el sitio donde estaba oculto el espejo. La niña prometió con lágrimas lo que su madre pedía. Y la mujer, tranquila y resignada, murió dejando a su marido y a su hija llenos de dolor.
Pasaron los días y el padre observaba que la hija se miraba mucho al espejo e incluso hablaba con él por largo rato e intensamente. Entonces, le preguntó la causa de tan extraña conducta.
La niña contestó:
Padre, yo miro todos los días en el espejo para ver a mi querida madre y hablar con ella. Allí veo la cara de mi madre, brillante y sonriendo. No está pálida y enferma como en sus últimos días, sino hermosa y joven. A ella confío de noche los disgustos y penas del día, y en ella, al despertar, busco aliento y cariño para cumplir con mis deberes.
Le dijo además que era el deseo de su madre moribunda y que ella nunca había dejado de cumplirle.
Enternecido el padre por tanto amor y tan fiel obediencia, se limitó a llorar lleno de piedad y de afecto, y nunca tuvo corazón para destruir la ilusión de su hija diciéndole que la imagen que veía en el espejo era su propia figura.