Se lo mostró a Thomas Adams, fotógrafo e inventor, quien lo importó en grandes cantidades para obtener caucho sintético, sin resultados. Entonces ya se vendían pastillas de parafinas para mascar. Adams se dio cuenta de que a sus hijos les gustaba el chicle y decidió adoptarlo como sustituto de la parafina.
Fue el propio Adams quien desarrolló la primera máquina expendedora de chicle de tutti frutti en las estaciones del metro de Nueva York.
La industria del chicle sufrió un espectacular avance debido a los nuevos procesos de fabricación y envasado.
Las guerras y los chicles forman una buena unión. La imagen del marine yanqui mascando chicle, mientras explica una estrategia de invasión a sus hombres, es familiar en las películas y en la realidad. El chicle formaba parte del equipo individual de supervivencia para cada soldado en la Segunda Guerra Mundial.
Un dato curioso: si se pudiera aprovechar la energía que emplea millones de mandíbulas en atacar una y otra vez las gomas dentro de la boca, se podría iluminar una ciudad de diez millones de habitantes durante todo un año. Con todo ese chicle podríamos fabricar un lazo elástico hasta la Luna y repetir ese viaje seis veces.
Mascar chicle relaja; lo hacen el Presidente de los Estados Unidos y de Francia, en los momentos de tensión.
Los fabricantes de chicles manifiestan que su consumo continuado es bueno para los dientes y retarda su caída, pues al masticar chicle crece el flujo de saliva, que contiene minerales como fósforo, calcio y flúor, los cuales forman un escudo protector de los dientes, defendiéndoles de las infecciones.
Los chicles han resultado una excelente vía para la ingestión de medicamentos. Desde hace muchos años existe chicles contra el mareo. Lo último, chicle dentífrico que lava los dientes, que funcionan casi como un cepillo de dientes.