DESPEDIDA CON ALAS

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¡Pasaron nueve meses! Y las vacaciones ya están aquí, con todo su cargamento de fiestas, paseos y descanso en familia, para que el reencuentro en el 2012 venga repleto de ganas de aprender y compartir. Como despedida, les dedicamos a nuestros lectores, futuros escritores, un cuento inspirado en la Navidad y en un ave nocturna: el búho. ¡Ojalá les guste! Un fuerte abrazo de gratitud por elegirnos como compañero de estudios este año. ¡Felices fiestas!

La misión de Uru’i

—Mañana empezamos a cargar las cajas, papá —dijo Marga, sonriéndole a don Julián, que descansaba en el jardín ese atardecer de noviembre. Y agregó:

—Vi que moldeaste avecillas, papá. ¿Tuviste alguna inspiración especial?

Don Julián sonrió complacido y respondió:

—¡Qué bien me conocés, che rajy! Sí. Ayer amanecí con la idea fija de moldear aves. Tomé la arcilla y me dejé llevar. Me salieron un lorito, un tucán y un mainumby. Les miré y remiré: los veía muy chuscos, pero parecía que me faltaba alguna ave más. Y otra vez mis manos conversaron con el lodo y, poco a poco, vi que iba naciendo ¡un urukure’a!, pero no un búho cualquiera: era el más hermoso que yo haya visto; muy simpático y encima guapo: yo casi no trabajé, él solito nomás luego fue sacudiendo la arcilla que sobraba y, ahí está, todo pintadito como para conocer el mundo de afuera. Por mí, ni quiero venderlo, pero él quiso volar, salir, irse, por eso salió del barro y su destino se va a cumplir —expresó don Julián, lleno de alegría.

—¡Ay, papá! Ni que tu figurita de arcilla estuviera viva de verdad —dijo Marga, abrazando a su anciano padre, que moldeaba todavía en barro tan solo porque amaba su trabajo de artesano consumado, oficio heredado de sus antepasados y que, a su vez, legaba a sus hijos y nietos.

—Y para mí, cada uno de estos seres nacen con su propia estrella. Todos cumplirán alguna misión, a su manera. Nosotros los creamos y ellos se irán a hacer la alegría de quienes los lleven a su casa, a su negocio, ¡qué sé yo! Pero te aseguro que siempre van a servir para bien. Para eso los plasmamos. ¿Acaso no estamos felices también cuando nacen en nuestras manos estos pequeños seres? —susurró muy convencido el buen artesano.

—Es muy cierto, papá. Mañana quiero ver esas aves. ¿Quién se encargó de pintarlas?

—La pinté yo mismo. Empecé, finalicé el trabajo y no me cansé.

—Me prometiste que no esforzarías, papá…

—Y cumplí, mi hija. No me esforcé; al contrario. Me gustó mucho el urukure’a. Es muy tierno; tiene una mirada entre picarona y dulce. Hasta nombre le puse: Uru’i. Mañana lo vas a ver.

* * *

Hacia fines de noviembre, las imágenes moldeadas por don Julián y su familia estaban expuestas, entre otros puestos de artesanía, alrededor del Mercado 4, en Asunción. Miles de figuras de barro esperaban por quienes ambientarían sus hogares la próxima Navidad.

El pequeño urukure’a fue colocado en la última fila de la mesa de exposición. Silenciosamente, en las noches, mientras sus vecinos dormían, Uru’i daba unos cuantos pasos para quedar más a la vista de los compradores. Transcurrían los días. Muchos de sus compañeros ya habían encontrado quienes los adoptasen y estarían en familia para Nochebuena.

Cuando se acercaban clientes, Uru’i sacaba pecho y, mientras los adultos miraban para otro lado, él parpadeaba, hacía brillar su mirada, tratando de conquistar a los más chiquitos de las familias.

El 20 de diciembre, fruto de su movimiento nocturno, el ave ya estaba casi en la primera fila de la mesa. De pronto, una vendedora se fijó en él y resolvió ponerlo nuevamente atrás.

—Este bicho no es del pesebre; seguro que nadie lo llevará y se irá de vuelta con nosotros al taller —dijo la joven.

Uru’i sintió que su corazón le daba un vuelco. Quiso calmarse, pero eso de que él no era "bicho del pesebre" le quedó quemando en las orejitas. Sin embargo, mantenía las esperanzas, y, aunque debía empezar de cero, él se afanó en avanzar de nuevo cada noche unos cuantos centímetros para dejarse ver.

* * *

El 23 de diciembre, nuestro búho, a pesar de su enorme esperanza, por primera vez se preguntó: "Dios mío, ¿será que pasaré la Nochebuena aquí y no donde debo estar?".

El 24 de diciembre, él se encontraba en el centro mismo de la mesa. Como a las diez de la mañana, llegó una familia: papá, mamá y tres niños. Uru’i vio que el niño más pequeño lo miró. Al pichón de búho le brillaban los ojos: era tanto su deseo de que lo llevaran.

—Vivi, Jazmín y José, elijan los juguetes para el pesebre —dijo el papá.

Las nenas eligieron ovejitas, palomas, conejos y el mainumby. José estuvo mirando toda la mesa y, cuando dirigió la mano hacia Uru’i, sus hermanas le distrajeron, le entretuvieron. Uru’i estaba a punto de saltar y de ulular, que es el idioma de los búhos, pero se contuvo. Más que nunca, un par de lagrimitas iluminaban sus bellas pupilas.

José se volvió nuevamente y… ¡alzó a Uru’i! con toda suavidad, diciendo:

—Solo quiero este búho. ¿Puedo, papá?

—No suelo ver búhos en los pesebres, pero si querés, podés ponerlo. Es el pesebre de ustedes.

—¡Gracias, papá! Me lo llevo. Es muy simpático y tierno; me gusta mucho —manifestó el niño, con una gran sonrisa, que emocionó a Uru’i.

* * *

José llevó a Uru’i hasta su cuarto. Después de dormir la siesta, a las 15.30, Vivi y Jazmín llamaron a José para el gran momento. Él se fue corriendo a ayudar a sus hermanitas, olvidando al búho en el estante de juguetes. Otra vez se desesperó el pobre Uru’i y ya estaba a punto de caer en el intento de volar para llegar donde estaba el pesebre, cuando volvió su dueño, lo transportó hasta un lugar lleno de vegetación que encantó a la avecilla.

Pero ¡oh, desilusión!, estaba muy lejos del Niño Jesús. Lo pusieron sobre unas piedras, justo detrás del Rey Baltasar, el último de la fila de los Reyes Magos. Y aunque Uru’i se estiró, se irguió y empinó, desde ahí no podía ver a sus anchas al Niño.

Parte de su deseo se había cumplido, pero el búho no se resignaba.

Esa noche, las luces de Nochebuena mostraban un pesebre maravilloso, con todos los componentes en su lugar; Uru’i empezaba a creer que no tendría ocasión de llegar hasta el establo.

Pero se equivocó. Como a las nueve de la Nochebuena, se produjo un apagón. Duró diez minutos. Cuando la luz se hizo de nuevo, Uru’i se encontró cerquita de la entrada del establo, encima de un montículo de piedras tapizadas de musgo fresco. Sin necesidad de preguntarse qué había ocurrido, miró al Niño Jesús y vio que su manita lo bendecía. Los ojos de Uru’i iluminaron más que todas las lámparas eléctricas juntas ese encantado lugar del pesebre.

Fin
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