Creadores paraguayos

Compartimos hoy la parte final de La consigna, cuento de Helio Vera cuyo primer segmento leímos en la edición anterior. Este relato de ficción trata el tema del tesoro enterrado, en este caso, del propio Mariscal López.

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Leamos y escribamos sobre esta atractiva cuestión.La consigna (cont.)
(Fragmentos)

Luego de terminar la lectura, el Karaí Guasú ordenó a los demás que se retirasen. Nos quedamos solos, los dos. El lampíu se apagó. Casi no se veía nada, pero él estaba ahí, sin moverse. Yo escuchaba su voz, muy baja, que parecía venir de otra parte, y no del bulto oscuro que estaba frente a mí. Me instruccionó acabadamente sobre lo que yo tenía que hacer. Tuve que repetirle tres veces los detalles, hasta que estuvo cierto de que había entendido bien. Me puso la mano sobre el hombro y me semblanteó largamente. Estuvo silencioso, pensativo. Creo que le pasó por la cabeza que yo también iba a traicionarle. Como tantos otros, que escapaban con cualquier pretexto, para tratar de salvar sus miserables vidas. Al fin de cuentas, no sería una excepción: sus propios hermanos, sus cuñados y hasta su madre conspiraron para envenenarlo, con una chipa.

Además, era muy grande la responsabilidad que me estaba echando encima. Hacía diez días, nomás, había desertado el mayor Félix García, soldado corajudo y leal. Se fue con un carretón cargado hasta el tope con alhajas y joyas de la madre y de las hermanas del Mariscal, que confiaron a su custodia […].

El Karaí Guasú, en persona, me dio el santo y seña para atravesar la línea de retenes. Me colgó al cuello un escapulario con la imagen de la Inmaculada y me despidió. Casi nadie se dio cuenta de que las carretas estaban saliendo del campamento […].

Me dieron cinco payaguá, para la boyada y la custodia. Los más guapos y robustos de lo que quedaba del batallón de chaflaneros. Cada uno con sable, lanza y rifle Turner. Llevamos bastimentos, lo mínimo, para aguantar. Casi nada. Un poco de fariña y unas tiras de cecina. Pero no había razón para inquietarse. Los payaguá saben arreglarse de cualquier forma. Comen víboras, sapos y ratones, como si estuvieran en un banquete del club Nacional […]. Si es necesario, engullen sin asco unos gusanos blancos que se juntan en los troncos podridos. Yo los he visto comer chicharrón de perro en el Ygatimí, chupándose los dedos, de puro gusto.

Salimos con tormenta. La tierra retumbaba con los truenos. Nos veíamos la cara, solo por casualidad, cada vez que caía un rayo. Recién de madrugada, el cielo se despejó un poco. Y allí estaban las Siete Cabrillas y el Puñal del Marinero, para mostrarnos hacia dónde rumbear. Los payaguá cantaban despacito, quién sabe qué cosas […].

Anduvimos vagando por este desierto sin saber muy bien dónde teníamos que llegar para cumplir la orden. Pero seguíamos procurando, al tanteo, a ciegas. Yo iba marcando nuestro recorrido en un pequeño mapa […].

Al caer la última noche entramos en el pirizal y, luego de dos horas, tocamos tierra firme. Un trecho corto y ahí nomás estaba el sitio perfecto, justo detrás de la lomada. Ya era oscuro cuando me recosté a descansar en este mismo lugar y le recé a la Inmaculada, apretando fuerte el escapulario […].

Durante el resto de la noche despedazamos las carretas. Tenía que desaparecer hasta la última astilla de nuestra presencia. Después colocamos la cadena en su sitio. Una punta quedó atada en la punta de este árbol, ahí, donde la ve ahora. El otro extremo lo anudamos a cada una de las cajas, las que fuimos tirando al remanso. También allá fueron a parar los restos de las carretas. Clareaba cuando pudimos descansar, con las coyunturas temblando, como atacados por el baile de San Vito.

Usted querrá saber por qué el Karái Guasú me eligió a mí, Regalado Montiel, para esta misión. Yo fui criado de la familia López, desde chiquitito. El hermano de don Carlos, Don Francisco de Paula López, me sacó de un obraje de Yuty. A mi madre le había llevado el pasmo de sangre cuando yo tenía un año; ni siquiera me había destetado. Mi padre murió de ojeo y casi no recuerdo su cara […].

Yo me sentí en Trinidad, como criado en la casa de don Carlos. […]

Cuando murió don Carlos, quedé a cargo de su hijo Francisco Solano, que ya era Presidente y General. Él me metió en el Ejército. Me hubiera visto, señor, con mis botas granaderas y mi casco de Acá Verá […].

Yo tenía que velar el sueño del Karaí Guasú y custodiarlo discretamente en todo momento.[…]. Si fuera preciso, tenía que detener con mi propio cuerpo a cualquier malintencionado. […]

Sírvase un poco más de esta carne de venado, señor. […] Usted se dará cuenta de que no es de balde mi fama de mariscador. Tengo el mejor pulso de estos parajes. Le acerté al bicho con un solo tiro, en la propia cabeza. Apenas dio un salto y cayó muerto.[…]

Qué quiere que le diga, señor. Que yo fui de los juramentados para morir con el Karaí Guasú. Tenía que haber llegado hasta el final. Esta palabra estaba en mi corazón, más fuerte que en mi lengua. Pero, en Cerro Corá, falté a mi promesa. Y hasta ahora me duele el corazón por ese incumplimiento.

Yo no estuve a su lado cuando lo mataron los kambá. […]

Esa mañana, muy temprano, vinieron unas mujeres corriendo desde paso Tacuaras para avisarnos que los brasileños habían caído de repente sobre la guardia. El Mariscal me comisionó con urgencia para ir a bombear, mientras llamaba a las armas. Cuando llegué, con cuatro hombres, los brasileños ya habían tomado la guardia.[…] Recibí un golpe en la cabeza y caí al suelo. Desperté muchas horas después, cuando el sol ya estaba entrando. Me habían atado a un árbol con un tiento muy fino que se hundía en mi carne. […] Alguien se me acercó, tambaleando. Me voceó en portugués, pero luego me apoyó un vaso en la boca y me dio de beber. Por las burbujas, era un requecho de la bodega del Mariscal. Adiviné que todo había terminado. Agradecí el líquido llorando y supe que mi compromiso con el Karaí Guasú era más grande que antes. El escapulario que me había regalado en Capiibary me estaba quemando como una brasa.

Me llevaron prisionero a Asunción, encerrado en una jaula. Pero me soltaron enseguida y ya no me hicieron caso. [...] Cuando pude, volví nuevamente hacia estos lados. Me conchavé como habilitado en el trabajado de un gringo, cerca de la capilla de Tacuatí. Después me dediqué a la mariscada, procurando no alejarme de este lugar. Cada cierto tiempo viene alguien a pedirme que lo traiga hasta aquí mismo, donde dejamos las carretas. No sé cómo habrá corrido la voz. Pero estoy preparado desde hace mucho para hacer este recorrido. Conozco el trayecto, casi de memoria. A ojos cerrados.

Los payaguá murieron envenenados con la carne del buey. O mejor dicho, con el veneno que mezclé cuidadosamente con la sal. […] Qué podía hacer yo, sino cumplir con la consigna. […] Tardé un día y medio en volver, llevando los bueyes restantes y hasta lo que había sobrado de la carne. El Karaí López me miró fijamente y no pudo hablar. Seguro que ya no me esperaba más. Habrá creído que yo me iba a escapar con las carretas y ofrecerme al enemigo, como hicieron tantos que le habían lamido las botas.[…]

Usted supo parte de esta historia, señor. No sé cómo se la contaron ni quién le dio la información. Así pudo encontrarme en aquella pulpería de Tacuatí y ofrecerme tanta riqueza para que lo traiga hasta aquí. Fue muy gentil su convite de caña con guaviramí y el recado nuevo, chapeado, que me obsequió en prueba de buena voluntad.

Me falta decirle que me quedó la espina de que yo tenía que cumplir la Consigna todavía después de Cerro Corá. Por eso estamos aquí solos los dos. Pero usted me está apuntando con un revólver y seguramente se propone matarme.

Usted verá que conservo alrededor del cuello el escapulario con la imagen de la Inmaculada que me dio el Karaí Guasú, cuando salimos con las carretas. En un hueco escondido sigue guardado el veneno que me entregó para matar a los herejes que me dio de escolta. Verá que sobró algo para usted. Pero ya se está acabando.

Además, me estoy volviendo viejo. Por eso le estoy contando esta historia. Para darle tiempo a matarme y poder terminar, de una vez por todas, con la misión que me encomendó el Karai Guasú hace treinta años. Usted no me sobrevivirá mucho tiempo. Agoté el veneno que me quedaba sobre la carne de venado que acabó de comer. Pronto comenzará a quemarle las tripas y a nublarle el entendimiento. Y yo podré darle parte a mi Jefe de que su orden fue cumplida. 

(Helio Vera. Angola y otros cuentos. 2ª edición. Arandurã. 1994)

Después de la lectura

1. Redacta la síntesis del argumento del relato.

2. Elige el calificativo más exacto que le aplicarías al personaje a quien Regalado Montiel le narra sobre su misión:

-embaucador     -buscador (de tesoros)     -pirata       -ladrón          -corrupto

Porque: ……………………………………………………………………………………

3. Elige el vocablo que mejor describe la actitud del narrador:

-fidelidad     -obsesión    -locura     -respeto      -valentía    -candidez

Porque: ……………………………………………………………………………………

II – Escribir

1. Pregunta a tus parientes y allegados sobre el tema de los tesoros enterrados; sin falta habrá algún relato que te cautivará.

2. Crea una historia de tesoros ocultos de la época de la Guerra del 70, sumándole un toque de misterio: fantasmas que cuidan el oro enterrado, etcétera.

¡Ponle al cuento tu estilo personalísimo!
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