Bellas lecturas para despedir las vacaciones

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Pollito de fuego

(Fragmento)


¡No! —gritan los chicos—. ¡Cómo puede ser! ¡Cuándo se ha visto un pollito de fuego! ¡Es un cuento!

—Era un pollito de fuego de verdad. Se llamaba Pipiolín. Ya van a ver. Déjenme que les cuente.

Adrián, el pelirrojo, el más chico de todos, se sacó el dedo de la nariz. Mirando por encima del hombro se volvió a los demás.

—Y déjenla que cuente. Después veremos nosotros si es cierto o no, total está lloviendo. No podemos salir a jugar.

—¿Y también la mamá era una gallina de fuego? —preguntó Silvita.

—No, mamá Pía era una gallina como todas las otras. No ponía huevos de oro.

—¡Yo lo vi! ¡Yo lo vi en la tele! —dijo Verónica—. Había una gran gallina verde y el pollito echaba humo por todas partes.

—Lo habrás visto en la rotisería —dijo Federico, burlón.

—¡Yo también lo vi! —dijo Gustavo—. El día en que los pollitos salieron del cascarón, mamá Pía pegó un grito y salió aleteando del nidal donde estaba echada, gritando:

—"Me quemo, ay, madre mía! ¡Me quemo! ¡He empollado un carbón encendido! ¡Huyyy… ayyyy… ooooyyyy!". 

—¡Sí, sí! Yo también lo vi —dijo Susana. Sobre la paja del nido quedaba un huevito solo, echando humo como una locomotora. De repente el blanco cascarón se rompió, ¡crac, crac, crac!, y de entre los chamuscados pedazos apareció Pipiolín.

—No, chicos. Lo que pasó realmente fue que Pipiolín se transformó en un pollito de fuego, poco a poco. Junto con sus hermanos, los pipiolines, Pipiolín andaba todo el tiempo detrás de la robusta mamá Pía. Lo único que lo distinguía de sus hermanos, parecidos a pompones amarillos, marrones y bataraces, era el color; Pipiolín tenía el color de tu pelo, Adrián. Un pompón todo rojo, de cabeza a los pies…

Una mañana, de golpe, sucedió lo inesperado, lo terrible: ¡Pipiolín era una brasa viva!

Con las alas había prendido fuego al ponedero construido por don Prudencio, el dueño de la chacra. En su paseo matinal, mamá Pía dejó de escarbar la tierra. Se volvió hacia sus hijos y vio que faltaba Pipiolín. Corrió en su busca cloqueando roncamente, desesperadamente:

—¡Socorro! ¡Incendiooo! ¡Los bomberos… que vengan los bomberos!

En medio de las llamas, Pipiolín apareció con su cara de no estar nunca enterado de nada. No tardaron en acudir don Prudencio y los suyos, asustados por el barullo que se estaba armando en el gallinero y los corrales.

Ayudado por doña Rosa y los hijos, don Prudencio empezó a arrojar baldazos de agua sobre el foco del incendio. Doña Rosa se agachó para sacar de allí a Pipiolín. Lo soltó como si hubiera recogido un carbón encendido.

—¡Este pollito quema! —gritó.

Todos se volvieron a mirarlo. Se quedaron mudos y aturdidos.

—¡Este sí que nos cayó como peludo de regalo! —refunfuñó don Prudencio, respirando fuertemente en un calambre de susto.

El bebé de fuego de mamá Pía era mansito y estaba más asustado que todos ellos juntos. Se compadecieron de él y trataron de remediar el mal.

Don Prudencio instaló a Pipiolín una cucha en una vieja lata de aceite. Llamaron al veterinario. Vino y se fue sin decir una palabra, apretándose la pelada. Se esparció la noticia y empezaron a llegar los primeros curiosos. A decir verdad, después de todo Pipiolín era un espectáculo muy bonito. Se dio cuenta del asombro que producía ser un pollito de fuego, pero no se le subieron los humos a la cabeza. No hacía más que estarse quieto, mirando con sus ojos brillantes a los que venían a verlo, los elogios no parecían tocarlo. Tampoco las burlas. Porque no faltaban chismosos y malas lenguas, que en todas partes sobran.

Saben, chicos… Pipiolín siempre quiso tener un amigo, muchos amigos. Puede ocurrir que un día de estos, alguno de ustedes lo encuentre esperando en un rinconcito del cuarto.

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