Cargando...
¿Cuántas veces habremos escuchado decir a amigos, compañeros o, incluso, a nosotros mismos: «¡Qué difícil ese libro!» «¡Es muy aburrido!» «¡No entendí nada!»; o nos hemos visto tentados a abandonar lo que estábamos leyendo por resultarnos muy complicado.
Lo que no pensamos, en esos casos, es que, justamente, en eso radica la bondad del texto, en mostrarnos dónde estamos y cuánto nos falta para llegar a comprenderlo.
Recurriremos a una parte del excelente ensayo de Guillermo Martínez para tratar de entender cómo funciona el proceso de lectura de este tipo de libros.
Actividad 1
Elogio de la dificultad (Fragmento)
por Guillermo Martínez
(…) Y bien, yo me propongo aquí la defensa más ingrata de los libros difíciles y de la dificultad en la lectura. No por un afán especial de contradicción, sino porque me parece justo reconocer que también, muchas veces, en mi vida la lectura se pareció al montañismo, a la lucha cuerpo a cuerpo y a las carreras de fondo, todas actividades muy saludables, y a su manera, placenteras para quienes las practican, pero que requieren, convengamos, algún esfuerzo y transpiración. Aunque quizá sea otro deporte, el tenis, el que da una analogía más precisa de lo que ocurre en la lectura. El tenis tiene la particular ambivalencia de que es un juego extraordinario cuando los dos contrincantes son buenos jugadores, y extraordinariamente aburrido si alguno de ellos es un novato y no alcanza a devolver ninguna pelota. Las teorías de la lectura creen decir algo cuando sostienen el lugar común tan extendido de que es el lector quien completa la obra literaria. Pero un lector puede, simplemente, no estar preparado para enfrentar a un determinado autor y deambulará, entonces, por la cancha recibiendo pelotazo tras pelotazo, sin entender demasiado lo que pasa. La versión que logre asimilar de lo leído será obviamente pálida, incompleta, incluso equivocada. Si esto parece un poco elitista, basta pensar que suele suceder también exactamente el caso inverso, cuando un lector demasiado imaginativo o un académico entusiasta lanza sobre el texto, como tiros rasantes, conexiones, interpretaciones e influencias que al pobre escritor nunca se le ocurrieron (…).
La segunda dificultad de la lectura es, justamente, quebrar ese criterio; confrontarlo con obras y autores que uno siente en principio más lejanos, exponerse a literaturas antagónicas, mantener un espíritu curioso, impedir que las preferencias cristalicen en prejuicios. Y son justamente los libros difíciles los que extienden nuestra idea de lo que es valioso. Son esos que uno está a punto de soltar y, sin embargo, presiente que si no llega al final se habrá perdido algo importante. Son esos libros contra los que uno puede estrellarse la primera vez y, aun así, misteriosamente vuelve. Son, a veces, carromatos pesados y crujientes que se arrastran como tortugas. Son libros que uno lee con protestas silenciosas, incomprensiones, extrañeza, con la tentación de saltar páginas. No creo que sea exactamente un sentimiento del deber —como ironiza Borges— lo que nos anima a enfrentarnos con ellos, e incluso a terminarlos, sino el mismo mecanismo que lleva a un niño a pulsar enter en su computadora para acceder al siguiente nivel de un juego fascinante. Y los chicos no ocultan su orgullo cuando se vuelven diestros en juegos complicados, ni los montañistas se avergüenzan de su atracción por las cumbres más altas.
Hay una última dificultad en la lectura, como una enfermedad terminal y melancólica, que señala Arlt en una de sus aguafuertes: la sensación de haber leído demasiado, la de abrir libro tras libro y repetirse al pasar las páginas: pero esto ya lo sé, esto ya lo sé. Los libros difíciles tienen la piedad de mostrarnos cuánto nos falta.
Publicado en Clarín, el 22 de abril de 2001. Suplemento cultural.