Cargando...
Calló por un momento el mercader, pero como no se daba por vencido, al poco rato volvió a la carga con este otro razonamiento: —Me has convencido, pero sin duda olvidas la dificultad que tendrás al pretender conducir cuarenta camellos acostumbrados a la voz de su amo. Son animales muy ariscos y complicados, y se necesita una gran experiencia para conducirlos. Sigue mi consejo y llévate solo a unos pocos que puedas manejar. Siempre podrás volver más tarde a la cueva y, gracias a tus artes mágicas, cargarlos otra vez de riquezas.
Quedó pensativo el derviche al oír esto, y dijo:
—Ciertamente no había pensado en lo que acabas de decirme, y como creo que tienes razón, de los cuarenta camellos que me corresponden escoge tú veinte y déjame a mí los restantes.
Así lo hizo el mercader, tras lo cual se despidieron y partieron en distintos sentidos. El uno con sus sesenta camellos rumbo a Bagdad; el otro con sus veinte en dirección a Basora. Pero apenas habían avanzado unos pasos, cuando el mercader, lamentando la pérdida de sus veinte camellos y de su preciosa carga, llamó a gritos al derviche, y dándole alcance le dijo:
Lea más: El ciego que se hacía abofetear (2) (adaptación)
—¡Hermano mío, la preocupación no me deja partir tranquilo!
—Pues ¿qué te preocupa ahora?
—Tú me preocupas, ya que veinte camellos son igualmente difíciles de conducir cuando no se tiene experiencia en este oficio. Hazme caso y no cargues con una tarea para la que no estás preparado.
Las palabras del mercader hicieron reflexionar al derviche, que acabó reconociendo que tenía razón y le cedió, por tanto, otros diez camellos.
Tenía ya en su poder el mercader setenta camellos con sus cargas, cuyo valor superaba a las riquezas de todos los reyes de Arabia. Pero ni aun así estaba satisfecho. De modo que siguió insistiendo en el peligro que representan los camellos para alguien que no conocía a estos animales. Y tanto machacó y tanto rogó, que al final logró que el derviche le cediera hasta el último de los camellos.
—Tuyo es, hermano, todo el tesoro —dijo el derviche dándole un abrazo de despedida—. ¡Haz buen uso de las riquezas!
Pero justo en el momento del abrazo, se acordó el mercader de la pequeña vasija de oro que el otro había agarrado en la cueva, y pensando que la pomada que contenía pudiera tener propiedades milagrosas, quiso también apoderarse de ella, así que sin desprenderse aún del abrazo, le dijo:
—Dime una cosa, hermano derviche, ¿piensas hacer algo especial con ese frasquito de pomada? Lo digo porque me gustaría mucho llevarme algo personal como recuerdo de ti.
Creía el mercader que en esta ocasión el derviche se resistiría a darle la última pieza obtenida en la cueva. Y ya estaba dispuesto a arrebatársela a la fuerza si era preciso, dada su mayor corpulencia, cuando el otro sonrió amablemente, y sacando la vasija de entre sus ropas, se la entregó, diciendo:
—Aquí la tienes, y ojalá que esto satisfaga el último de tus deseos.
Actividades
1 Responde.
a. ¿Qué opinas de la actitud del mercader?
b. ¿Estás de acuerdo con la reacción del derviche?
2 Usa tu imaginación y escribe cómo crees que continuará el relato.
Sobre el libro
Título: Las mil y una noches
Editorial: Grafalco