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Así vivió un tiempo, hasta que su afán de aventuras y sus ganas de ver el mundo lo impulsaron a hacerse de nuevo a la mar… ¡con mercaderías para vender y dinero para comprar otras… y volverlas a vender! Como la primera vez. Así anduvo con otros mercaderes, de isla en isla, de mar en mar, de país en país, acrecentando su fortuna.
Hasta que llegaron a una isla bellísima.
Todos se bajaron a recorrer la isla y observar sus bellezas. Simbad se acostó a la sombra de un frondoso árbol y se quedó dormido.
Cuando despertó, se dio cuenta de que los demás ¡y el barco! se habían ido sin advertir que él no estaba con ellos.
Caminó, caminó y caminó por la isla sin encontrar nada ni a nadie.
De pronto vio a los lejos algo grande, blanco, que sobresalía en el paisaje, en la cima de un montículo. Acercándose, pensó que era una cúpula. Pero no tenía puertas ni ventanas ni algún lugar por donde entrar.
Marcó el lugar donde estaba y rodeó a la cúpula, dando cincuenta y cuatro pasos alrededor. ¡La cúpula era enorme! Pensaba qué sería aquello, cuando el cielo se obscureció de pronto.
Alzó la vista para ver que había ocultado el sol de esa manera, y vio un pájaro gigantesco que venía en dirección a él y se sentaba sobre la cúpula, que era… ¡un huevo de la enorme ave! Y esta venía a empollarlo.
Recordó que había escuchado hablar de esa ave llamada roc, pero siempre había pensado que se trataba de un cuento.
Se sacó el turbante, lo deshizo, y, retorciéndolo hizo una cuerda que ató, a un extremo a su cintura y el otro, a una pata del roc.
Cuando, a la mañana siguiente el pájaro levantó vuelo, se llevó con él a Simbad, transportándolo a otra montaña.
Allí, Simbad se desató y pudo ver no muy lejos una ciudad a la que se dirigió. Por el camino fue encontrando enormes diamantes que cargó en sus bolsillos y guardó en su turbante.
Llegó a la ciudad y, en el primer barco que llegó al puerto, se dirigió a su patria más rico que antes.
Lo que es de no creer: el barco era el mismo que lo había dejado en la isla, así que recuperó toda su mercadería con sus ganancias.
Volvió a hacer lo mismo cinco veces más: viajaba, le ocurría algún desastre, y se salvaba por su valentía, su ingenio y su presencia de ánimo.
Volvía feliz y más rico que antes, daba grandes banquetes a sus amigos y a los pobres, y al cabo de cierto tiempo… volvía a salir en busca de más riquezas y aventuras.
Después de su tercer viaje fue cuando comenzaron a llamarlo El marino, porque sus aventuras transcurrían en el mar.
En el tercer viaje, el capitán del barco perdió el rumbo, debido a los fuertes vientos que les eran contrarios, y el barco fue a chocar contra las rocas, casi en la playa de la Isla de los Monos.
Estos eran unos monos malísimos que, subiendo al barco tiraron al mar todo lo que encontraron, se llevaron muchos alimentos, machucaron a tripulantes y pasajeros y, a otros, los tiraron al agua.
Entre ellos estaba el héroe de nuestra historia. Los sobrevivientes fueron a tierra con Simbad y se internaron en un bosque.
Al salir del otro lado del bosque, se toparon con un gigante horrible, era todo negro, con unos colmillos como de jabalí. Su altura superaba a la de los más grandes árboles del bosque.
Atrapó a Simbad y a sus acompañantes, los metió en lo que, para ellos, era una enorme bolsa, como si fueran frutas, y los llevó a una cueva.
Allí los puso en un corral, después de tocarlos, como se toca una fruta para ver si ya está madura.
Había también en el corral un rebaño, de unas diez ovejas, que el gigante llevaba de una a la hora del desayuno, almuerzo, de la merienda y cena.