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Había una vez, hace muchos, muchos años —tantos, que es difícil recordar— un hombre muy valiente, muy bueno y muy rico, que vivía en la lejana ciudad de Bagdad.
Era conocido allá, con el nombre de Simbad El Marino.
Pero… comencemos la historia desde el principio, cuando solo era Simbad, y no «El Marino»:
Su padre fue un rico comerciante, apreciado por todos los mercaderes y la gente del pueblo. Al morir, dejó a su único hijo, Simbad, toda su inmensa fortuna.
Y Simbad se encargó de gastarla. Hasta la última moneda.
Después vendió casi todas las posesiones para seguir gastando en diversiones con sus amigos, fiestas banquetes, ropas de marca y otras tonterías que no le sirvieron para nada.
Se dio cuenta de eso, cuando se vio reducido a la pobreza.
Sin embargo, tuvo el buen tino de invertir, lo poco que le quedaba en mercaderías para venderlas en otro país donde las necesitaran.
Pensó que había sido un tonto. Que no se puede vivir sin trabajar, gastando alegremente lo que él no había ganado, sino su padre, con trabajo, ingenio y esfuerzo.
Así que puso manos a la obra y, un lindo día de sol, fue con otros mercaderes al puerto de Basora. Allí se embarcó con las mercaderías que había comprado para volverlas a vender en otra parte, donde hiciera falta lo que él vendía. Que es lo que hacen los buenos comerciantes.
Fueron de isla en isla, de mar en mar, de país en país, vendiendo y cambiando sus mercaderías. Compraban otras en un sitio y las volvían a vender en otro lugar donde no las había.
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Sobre el libro
Título: Simbad el marino
Adaptación: Raúl Silva Alonso
Editorial: El Lector