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Fueron sus padres don Carlos Antonio López, primer presidente constitucional de la República del Paraguay, y doña Juana Pabla Carrillo de López, miembro de una aristocrática familia paraguaya. Francisco era el mayor de cinco hermanos: Inocencia, Venancio, Rafaela y Benigno.
Realizó sus primeros estudios con el maestro argentino Juan Pedro Escalada y, más tarde, con el jesuita Bernardo Parés. Además de hablar el idioma guaraní también hablaba español, francés, inglés, portugués, latín y el dialecto irlandés. A muy temprana edad ingresó al ejército, siendo nombrado capitán en 1844, poco antes de cumplir sus 17 años de edad. Un año después ya ostentaba el grado de coronel y en diciembre de 1845, cuando las relaciones diplomáticas con la Argentina estaban en conflicto, el presidente Carlos A. López pone a su hijo al frente del Ejército paraguayo.
Con el grado de brigadier general, fue nombrado general en jefe del Ejército paraguayo. Fue justamente en ese año, diciembre de 1845, en Pilar, donde Solano López recibió el pabellón nacional y realizó su primer juramento de: «Jamás caerá de mis manos esta insignia sagrada de la patria». En su carácter de ministro plenipotenciario, en 1853 viajó con destino a Europa a fin de establecer relaciones diplomáticas con las potencias del Viejo Continente. Su misión era también buscar el reconocimiento del Paraguay como país libre e independiente. En ese viaje conoció a Alicia Lynch, quien más tarde se constituyó en su compañera y madre de sus hijos.
El 10 de setiembre de 1862 falleció don Carlos Antonio López, y tras la muerte de su padre, Solano López asumió la presidencia del Paraguay.
En 1864 se inició el conflicto de la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay y ya en 1865, el Congreso Paraguayo lo nombró mariscal de los Ejércitos, y en aquella ocasión nuevamente juró diciendo: «Juro defender a costa de mi vida», cuando le entregaron el Pabellón Nacional. Es así que llega el 1 de marzo de 1870, cuando fue asesinado el presidente de la República del Paraguay. En víspera de aquella batalla, había pronunciado su proclama diciendo: «Si los restos de mi ejército me han seguido hasta este final momento, es que sabían que yo, su jefe, sucumbiría con el último de ellos en este mi último campo de batalla. El vencedor no es el que queda con vida en el campo de batalla, sino el que muere por una causa bella. Seremos vilipendiados por una generación surgida del desastre y que llevará la derrota en el alma y en la sangre como un veneno, el odio del vencedor. Pero vendrán otras generaciones que nos harán justicia, aclamando la grandeza de nuestra inmolación».