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El acuerdo anunciado, aunque precario y parcial, fomentó la esperanza de salvar el euro y de dar continuidad al bloque, pero también mostró las insalvables fracturas de la gobernanza comunitaria. Frente a eso, los europeos viven días de gran agonía, como si el techo de la casa fuera a colapsar en cualquier momento, conscientes de los inevitables recortes salariales, rebajas previsionales y restricciones de crédito que vendrán.
La supranacionalidad, alma de la integración europea de los años 1960 y de los tratados de París y de Roma, está muerta. Con ella, las decisiones eran tomadas por mayoría, con la certeza de que el eje franco-alemán sería siempre imbatible, debido a sus votos calificados y de su poder de persuasión. Ahora, en lo que casi fue el viernes negro de Europa, se volvió a la fórmula de convencimiento país a país, en medio de decisiones ya no más por mayoría, sino por consenso.
De hecho, se verificó la readopción del viejo y buen sistema intergubernamental, del que Bruselas se enorgullecía de haber superado. Sin instituciones por encima de los estados-miembros, el sistema intergubernamental, como el del Nafta y del Mercosur, era considerado inferior por los europeos.
El remedio extremo, que podría sanear las finanzas comunitarias, sería la revisión de los tratados, para disciplinar los generalizados excesos que se han cometido. Sin embargo, los tratados carecen de ratificaciones lentas como son las democracias, con sus referendos y demoras parlamentarias.
Lo que se necesitaba ahora era de un tratamiento de electroshock y de efecto inmediato, aún por medio de un acuerdo precario y sin seguridad jurídica, eficaz tal vez por algún tiempo.
La no adhesión británica al acuerdo que salvó a Europa del fiasco y de la quiebra hizo volver a la luz la vieja expresión de De Gaulle: "Y también evidenció las razones de la discordia esencial, que son las mismas de los demás países, aunque sean incapaces de asumirlas al momento de enfrentar el compresor franco-alemán: los gobernantes saben que la sumisión a los controles que impongan austeridad es el camino más rápido para el fracaso electoral".
En ese debate, se resucitó la vieja idea de soberanía, que estaba anestesiada por generosos fondos comunitarios y por créditos de bancos delirantes y desgobernados.
Como en los tiempos de apogeo de la formación de las comunidades europeas, el eje Berlín-París volvió a ser protagonista.
Las instituciones supranacionales como la Comisión Europea, el Tribunal de Justicia y el Parlamento Europeo desaparecieron en medio de la crisis, pulverizados por la diplomacia directa e incisiva de los jefes de Estado. Si Merkel aprendió la lección francesa de que el infierno son los otros, con vecinos pródigos e indisciplinados, Sarkozy aprendió la lección británica de que decisiones de Estado, que tienen como objetivo a las próximas generaciones, siempre cuestan la próxima elección.
Luiz Olavo Batista, único sudamericano que presidió el tribunal de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en la víspera de la cumbre que pospuso la agonía europea, expuso en la Universidad de Lisboa, alma mater del actual presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso, que el drama que vive el viejo continente pudo evitarse con dos simples medidas brasileñas: la ley de responsabilidad fiscal, que castiga con inelegibilidad a políticos que mal gasten, y el control del sistema bancario, con límites de endeudamiento, sobre la supervisión ostensiva del Banco Central, dotado de un arsenal normativo para intervenir y reprimir abusos.
Con la certeza de que el próximo capítulo de la turbulencia europea no está distante, y con consecuencias importantes para el Mercosur, nos queda la constatación de que realmente el muro de Berlín cayó para los dos lados.
Derribó al socialismo, es cierto, pero no atenuó el torbellino capitalista, dejando al mercado ahogarse de mercado, en la especulación financiera desenfrenada y en la omisión del Estado con ausencia de regulación. Es lo que se ha comprobado desde la quiebra de Lehman Brothers.
Parece ineluctable que la mano invisible, sin regla y medida, también puede ser la misma que apedree.
(*) Doctor en derecho internacional, presidente del Tribunal Permanente de Revisión del Mercosur, en Asunción
La supranacionalidad, alma de la integración europea de los años 1960 y de los tratados de París y de Roma, está muerta. Con ella, las decisiones eran tomadas por mayoría, con la certeza de que el eje franco-alemán sería siempre imbatible, debido a sus votos calificados y de su poder de persuasión. Ahora, en lo que casi fue el viernes negro de Europa, se volvió a la fórmula de convencimiento país a país, en medio de decisiones ya no más por mayoría, sino por consenso.
De hecho, se verificó la readopción del viejo y buen sistema intergubernamental, del que Bruselas se enorgullecía de haber superado. Sin instituciones por encima de los estados-miembros, el sistema intergubernamental, como el del Nafta y del Mercosur, era considerado inferior por los europeos.
El remedio extremo, que podría sanear las finanzas comunitarias, sería la revisión de los tratados, para disciplinar los generalizados excesos que se han cometido. Sin embargo, los tratados carecen de ratificaciones lentas como son las democracias, con sus referendos y demoras parlamentarias.
Lo que se necesitaba ahora era de un tratamiento de electroshock y de efecto inmediato, aún por medio de un acuerdo precario y sin seguridad jurídica, eficaz tal vez por algún tiempo.
La no adhesión británica al acuerdo que salvó a Europa del fiasco y de la quiebra hizo volver a la luz la vieja expresión de De Gaulle: "Y también evidenció las razones de la discordia esencial, que son las mismas de los demás países, aunque sean incapaces de asumirlas al momento de enfrentar el compresor franco-alemán: los gobernantes saben que la sumisión a los controles que impongan austeridad es el camino más rápido para el fracaso electoral".
En ese debate, se resucitó la vieja idea de soberanía, que estaba anestesiada por generosos fondos comunitarios y por créditos de bancos delirantes y desgobernados.
Como en los tiempos de apogeo de la formación de las comunidades europeas, el eje Berlín-París volvió a ser protagonista.
Las instituciones supranacionales como la Comisión Europea, el Tribunal de Justicia y el Parlamento Europeo desaparecieron en medio de la crisis, pulverizados por la diplomacia directa e incisiva de los jefes de Estado. Si Merkel aprendió la lección francesa de que el infierno son los otros, con vecinos pródigos e indisciplinados, Sarkozy aprendió la lección británica de que decisiones de Estado, que tienen como objetivo a las próximas generaciones, siempre cuestan la próxima elección.
Luiz Olavo Batista, único sudamericano que presidió el tribunal de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en la víspera de la cumbre que pospuso la agonía europea, expuso en la Universidad de Lisboa, alma mater del actual presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso, que el drama que vive el viejo continente pudo evitarse con dos simples medidas brasileñas: la ley de responsabilidad fiscal, que castiga con inelegibilidad a políticos que mal gasten, y el control del sistema bancario, con límites de endeudamiento, sobre la supervisión ostensiva del Banco Central, dotado de un arsenal normativo para intervenir y reprimir abusos.
Con la certeza de que el próximo capítulo de la turbulencia europea no está distante, y con consecuencias importantes para el Mercosur, nos queda la constatación de que realmente el muro de Berlín cayó para los dos lados.
Derribó al socialismo, es cierto, pero no atenuó el torbellino capitalista, dejando al mercado ahogarse de mercado, en la especulación financiera desenfrenada y en la omisión del Estado con ausencia de regulación. Es lo que se ha comprobado desde la quiebra de Lehman Brothers.
Parece ineluctable que la mano invisible, sin regla y medida, también puede ser la misma que apedree.
(*) Doctor en derecho internacional, presidente del Tribunal Permanente de Revisión del Mercosur, en Asunción