Un contrato de buena fe

La buena fe en los contratos se traduce en la honestidad y lealtad que debe imperar entre las partes en la celebración del mismo o durante su cumplimiento. Entre los caracteres que se señalan como propios del contrato de seguro, se dice de él que es un contrato “de buena fe”. Esta afirmación daría lugar a suponer que los demás contratos pueden no ser de buena fe. Pero si se señala especialmente esta calidad en el contrato de seguro, es no solamente porque rigen respecto del mismo las reglas establecidas por el código civil, relativas a los hechos producidos por ignorancia o error o por dolo, sino porque en todos los países, y también en el nuestro, existen reglas especiales que acentúan la exigencia de un consentimiento prestado en perfectas condiciones. El artículo 1549 del Código Civil, establece, como causa de nulidad del contrato de seguros, la declaración falsa o la reticencia de circunstancias conocidas del asegurado, que aun hechas de buena fe, hubiese impedido el contrato o modificado sus condiciones.

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El principio que consagra la disposición transcripta es indiscutible desde el punto de vista teórico, pero bajo su aspecto práctico no está exento de dificultades para su justa aplicación. Para fundar esta norma consagrada, especialmente en materia de seguros, se invoca la obligación en que está el asegurado de declarar todas las circunstancias relativas, no sólo al “verdadero estado de la cosa”, sino de las que se relacionan con el riesgo asumido, que es el sentido en que verdaderamente debe entenderse la disposición, porque el objeto del seguro no son las cosas mismas, sino el riesgo al que se encuentran sometidas, y es también lo que se infiere claramente de las palabras finales del mismo artículo, o sea, las circunstancias que hubiesen “impedido el contrato o modificado sus condiciones”.

Desde luego, debe tenerse bien presente que la falsa declaración o la reticencia solo puede ser “de circunstancias conocidas del asegurado”, pero, aun así, dichas circunstancias deben ser tales que “si el asegurador hubiese sido cerciorado”, habrían “impedido el contrato o modificado sus condiciones”. Con toda claridad, resulta así que la buena fe que la ley quiere debe ser recíproca e igual entre las partes, y no reducirse únicamente al asegurado. Y aun puede afirmarse que esa buena fe debe todavía ser mayor en el asegurador, que es el contratante que sabe cuáles son las circunstancias que, dentro de la técnica del seguro, pueden alterar las condiciones del contrato o impedir su celebración, en tanto que el asegurado puede muy bien no tenerlas en cuenta.

Otro aspecto de esta misma cuestión relativa a la buena fe en el contrato de seguro, se refiere, no ya al tiempo anterior a la contratación, y a las condiciones en que se presta el consentimiento, sino al transcurrir de la póliza, y esto se da cuando tanto el asegurado como el asegurador pueden llegar a tener noticia de circunstancias que, como dice la norma, “habrían impedido el contrato o modificado sus condiciones y de apreciar si esos hechos implican una alteración en las condiciones del riesgo asumido. Para una y otra de estas dos situaciones, si el asegurador conoce la existencia de esas circunstancias a la par que el asegurado, no podría luego atribuirse a este que obvió comunicar como un acto de mala fe.

En síntesis, y en líneas generales, debe concluirse que en la explotación del seguro, la reticencia como causa de nulidad del contrato, y como aspecto esencial de la buena fe, dependería del examen de las circunstancias de hecho y sólo podría declararse la nulidad del contrato, a condición de que sea el asegurado quien las ha conocido y no el asegurador. Y a condición también de que esas circunstancias verdaderamente pudieran afectar las condiciones del contrato o impedir su continuidad.

(*) Abogado.

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