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Partimos del riesgo, que constituye un concepto típico del seguro y nunca claramente definido en las normas y que tiene relación con un acontecimiento incierto, que se convierte en una pérdida, un daño o una privación de un lucro esperado y todas esas circunstancias constituyen el riesgo o los riesgos que como objeto del contrato de seguro dan lugar a su necesaria presencia como empresa que “asume” esa eventualidad.
Este criterio solo es aplicable a los seguros patrimoniales que por su “objeto” tienen un valor que es el que puede desaparecer total o parcialmente al deteriorarse las cosas o bienes desde el momento de la ocurrencia de un evento incierto; en tanto en los seguros sobre la vida o sobre la integridad personal, la incertidumbre en los primeros se traslada a la época en que la muerte puede ocurrir, toda vez que la muerte se trate de un evento futuro cierto, y en ambos el daño y la indemnización, o sea, el monto de la obligación que asume el asegurador, están predeterminadas en el contrato, ya sea por la suma asegurada, previamente convenida, o por las reglas de proporcionalidad para el caso de incapacidad temporaria o de invalidez total o parcial.
Cuando hablamos de asegurar “cosas”, bienes, y hasta la vida, no es esto el objeto del contrato, sino el riesgo a que se encuentran sometidos. Entonces, ¿cómo darle un valor a la asunción de ese riesgo? Partimos de que todo objeto que está en el comercio tiene un valor apreciable en dinero, pero ese valor jamás es constante y absoluto. Cualquiera sea el bien, está siempre sometido a innumerables contingencias que pueden disminuirlo o aun aniquilarlo; y son esas contingencias las que constituyen el riesgo. Como las cosas y los bienes se pierden para su propietario, no hay duda de que el patrimonio o los bienes que lo forman tienen un valor positivo, que sería el valor teórico, absoluto y constante, disminuido cuando la probabilidad de eventos inciertos y futuros deterioren total o parcial tales cosas o bienes.
De ese conjunto infinito e indefinido de eventualidades que constituyen los riesgos, ha sido posible para el asegurador, a través de una larga experiencia, establecer la frecuencia e intensidad de alguno de ellos, y expresarlos en cifras más o menos aproximadas, dando así lugar a la distinción de riesgos asegurables y riesgos no asegurables. Los primeros son los que sirven de sustento a la técnica de la explotación del seguro. Los segundos son los que están excluidos en la suscripción del seguro, pero al mismo tiempo no dejan de ser objetos de análisis y observación; y a medida que su incertidumbre se transforma en las cifras de la probabilidad cierta y calculada, pasan a ser riesgos asegurables y abren nuevos horizontes al comercio de seguros.
Finalmente, definido el valor susceptible se aplica la tarifa que se convierte así en la prima que es la cuota de valor que el asegurado debe abonar y que percibe el asegurador y cuya función no solo es asumir los siniestros que puedan producirse, sino también los gastos de intermediación o producción, de administración y el lucro final de la empresa aseguradora.
(*) Abogado.