Zimmerman, Borges y la oscura raíz de Parolles

El autor de este artículo se deja llevar por su declarada fascinación por Borges, que, en su opinión, disfrutaba de reunir a quienes nada tenían que ver entre sí en apariencia (Whitman y Valery, Chesterton y Kafka…), para reunirlo, a su vez, con Bob Dylan y así hablar del «Dylan Dark».

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El Premio Nobel de Literatura perdió oficialmente cualquier atisbo de respetabilidad el 14 de junio de 1986, cuando expiró, invicto en la materia, Jorge Luis Borges –el más famoso (1) «no-Nobel» de la historia–, desnudando lo que siempre se sospechó: que consideraciones más allá de las puramente estéticas priman siempre en su otorgamiento. Un premio que, al menos en los papeles, busca distinguir la excelencia literaria pero que la deja a un lado por un factor no estético es, simplemente, una parodia.

De ahí que las discusiones que ha generado, y seguirá generando, el Nobel a Bob Dylan resulten inconducentes. Una verdadera distracción. Cualquiera puede ganarlo, y cualquiera no hacerlo, si los prejuicios políticos y morales de la Academia son satisfechos (si el lector cree que exagero, piense por un segundo qué hubiese pasado si Dylan hubiera visitado con beneplácito al dictador norcoreano Kim Jong-il hace un par de años). Las cosas como son.

Pero no hay mal que por bien no venga; la ocasión sirve para celebrar a uno de los artistas populares más importantes de los últimos cien años. Desde luego, no soy experto en materia dylanesca, así que dejaré esta tarea a otros y el lector, merced a ese agridulce fenómeno que es Google, fácilmente accederá a todo tipo de análisis y encomios del más grande cantautor norteamericano. No puedo, no obstante, dejar de apuntar una sola cosa: que entre el reciente Nobel y el famoso no-Nobel, entre Borges y Dylan –universos radicalmente distintos– existe una conexión quizás más profunda de lo que en principio parece.

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Que Borges era un pesimista es, en una palabra anglosajona que le gustaba, un understatement. Detrás de su genial obra siempre he percibido una asfixiante nube negra, una visión sombría de la (ir)realidad. No en vano pensaba que quien mejor había comprendido esta (ir)realidad era Schopenhauer, el filósofo par excellence del pesimismo y el que ha dibujado la visión más atroz y espantosa (calificativos bien borgeanos) de la condición humana. El pesimismo, la cosmovisión sombría, impregnan el universo borgeano; parafraseando uno de sus (muy subvalorados) english poems, el ser humano solo puede «prometer la derrota». El escepticismo de Borges que subyace a su pesimismo era, como él lo llamó, «esencial»: incluso las ideas religiosas debían ser valoradas apenas como un hecho estético –quizás el mayor sacrilegio posible–. (2)

Como buen schopenhaueriano, Borges encontró en el hecho artístico la única consolación que ofrece el mundo. Vivió toda su vida en la literatura, adentro de la misma, literalmente, y escribió hasta morir, sin parar, aún ciego y cansado. Es el único reposo a una realidad horrible. Y por eso también entendía que el fenómeno estético es inexplicable, al provenir del ininteligible mundo de la voluntad. No en vano repetía incansablemente la frase de Ángelus Silesius Die rose ist ohne warum, «la rosa es sin por qué», o, todavía más, la de Whistler Art happens, «el arte sucede». El hecho estético, decía, es un milagro «oscuro», y esa oscuridad cabía encontrarla en una fuerza irracional, inexplicable. El verdadero literato (y Borges se refiere aquí al más grande, Shakespeare) no es el que escribió sus obras conscientemente, sino el que «dejó que su mano las escribiera, bajo el influjo de ese oscuro poder que Schopenhauer llamó la voluntad, y las antiguas mitologías la musa o el Espíritu Santo, y la de nuestros días la subconsciencia». (3) Nadie, y mucho menos un artista, decía Borges (a propósito de otro genio oscuro, Jonathan Swift), escribe por sí; lo hace por algo más profundo, invisible, «la voluntad, la oscura raíz de Parolles». (4)

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Pero ¿no estamos a años luz de la cosmovisión de Bob Dylan, el ingenuo poeta beatnik, el folkie de protesta que proclamaba la posibilidad de un mundo mejor? ¿No es The Times They Are a-Changin’ el himno mayor del optimismo social? Muchos han cristalizado y congelado a ese Dylan, el profeta del cambio, el de Blowin’ in the Wind, que anunciaba con guitarra y armónica un mundo mejor; los que conocen más profundamente su obra saben que se trató de una dramatis personae más de las muchas que ha tenido en su larga carrera. Y, sobre todo, saben que, a fines de los noventa, apareció un nuevo Dylan: el Dylan «dark», para ponerle un rótulo. El que rompió abiertamente con su anterior persona: «I used to care, but things have changed», repite en esa obra maestra que es el retruécano más contundente al optimista folkie dyleniano, Things Have Changed. En este Dylan surgen sus verdaderas tres obras maestras –Time Out of Mind, Love and Theft y Modern Times–, cuyo pesimismo y visión oscura de la realidad encajarían perfectamente en un cuento borgeano. La frase «all the truth in the world adds up to one big lie» es de un escepticismo esencial, sacrílego, de una gravedad y fuerza irrefrenables, solo comparables al juicio de Borges citado más arriba.

No puede sostenerse en forma objetiva que estéticamente este Dylan sea mejor que los anteriores –de gustibus non est disputandum–, aunque personalmente estoy convencido de ello: genialidades como Not Dark Yet, Honest with Me, Thunder on the Mountain, Workin’ Man Blues o la misma Things Have Changed no encuentran parangón entre sus ingenuas primeras canciones (lo mismo cabe decir de su mejor canción de amor, To Make You Feel My Love, increíblemente escrita por este mismo dark Dylan). Pero ello no implica que no se trate de una cosmovisión oscura, sombría, apocalíptica incluso. En ocasiones alcanza una religiosidad sobrecogedora: Dylan parece un hombre genuinamente desesperado por salvar su alma, como cuenta en la terriblemente hermosa Tryin’ to get to heaven (la cual, no debe sorprender aquí, fue versionada por David Bowie). Sus otras canciones dan la sensación de un alma perdida –Standing in the Doorway es el alma que no ha logrado pasar el umbral del cielo– y llenan su obra tardía de una pesadumbre avasallante. ¿Quién puede escribir una frase más desoladora, rodeada de tan bella música y un fraseo que ubican a Dylan como un eximio cantante, a pesar de sus obvias limitaciones: «it’s not dark yet… but it is getting there»? Los ecos de Borges, aguardando con impaciente esperanza su muerte en un poema tardío, son estremecedores. (5)

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La crítica que suele hacerse a este Dylan es que sus letras no tienen sentido. Parecería cierto, especialmente en las últimas obras que estoy alabando aquí. Pero eso sería no comprenderlo. Quizás lo que Dylan esté haciendo sea dejar que su subconsciente, que la voluntad, dirija su mano. Lo que esa voluntad oscura dice no es demasiado agradable ni optimista. Si la realidad es espantosa, una pesadilla kafkiana, la música que la cante debe ser caótica. Uno escucha Thunder on the Mountain, su poderosa y abrasiva música y sus letras aterradoras, y no puede sino sentirse en medio del apocalipsis, en una batalla por el fin del mundo (Dylan, o aquel por quien habla, por ello debe construir un ejército de «tough sons of bitches»). En esto, en dejar que su «arte suceda», Dylan se encuentra con Borges en forma quizás sorpresiva –pero solo quizás, porque los genios siempre tienen un punto de encuentro–. También en su gira interminable, que arrancó –sí, aunque usted no lo crea– en 1988 y sigue sin parar (el día del anuncio del Nobel encontró a Dylan en un concierto más), como su nombre lo indica, The Neverending Tour, se encuentran ambos. Al igual que Borges, Dylan parece encontrar en el arte el único escape de una realidad que, en su atrocidad, parece serle simplemente insoportable.

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Me resisto a creer –aunque a veces uno no pueda sino dudar– que el universo sea esta pesadilla tan oscura, caótica y terrible, que todo sea una «gran mentira», en suma, que «all the truth in the world» sea, como quiere Dylan, «one big lie». Pero, si lo es, quizás en los cuentos y poemas de Borges y en las caóticas y ácidas rimas de Dylan se encuentre su más estremecedora entonación estética.

NOTAS

(1) La lista es vergonzosa: Tolstoi, Proust, Joyce, Greene, Pound, Fitzgerald, Woolf...

(2) «Epílogo» a Otras Inquisiciones, en: Borges, Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1996, tomo II, p. 153.

(3) «Shakespeare y las unidades», en: Borges, Textos Recobrados (1956-1986), Buenos Aires, Sudamericana, 2007, p. 90.

(4) «Historia de los ecos de un nombre», en: Otras Inquisiciones (Obras Completas, Buenos Aires, Emecé, 1996, tomo II).

(5) «Qué será del caminante fatigado… (Wo wird einst des wandermüden)», en: Textos Recobrados (1956-1986), Buenos Aires, Sudamericana, 2007, pp. 189-190.

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