Yves Bonnefoy, el corresponsal de paz

Con la noticia de la partida del ilustre poeta francés Yves Bonnefoy (Tours, 24 de junio de 1923-París, 1 de julio del 2016) comenzó el mes de julio; en medio de tantas tertulias en las que, en estos días, tanto nos dicen y decimos sobre su vida y su obra y sobre lo que representan, recordémoslo aquí, pero cum grano salis.

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EL ADJETIVO POÉTICO

De Édouard Boubat se decía, con solo una pizca de sal, que era el mejor de los corresponsales de paz. Las imágenes del fotógrafo francés buceaban en un mundo plano y sin conflictos, el universo de la infancia y de la provincia, que no por ello resultaba menos inesperado o inestable.

Algo parecido puede decirse de Yves Bonnefoy, que acaba de morir casi centenario. Era el más poético de los grandes poetas canónicos franceses vivos, y también cum grano salis se ha usado el adjetivo poético. A su muerte, tal vez fuera el poeta vivo más famoso de Francia, el más canónico, el más suave, el más incontrovertido, y también el más accesible. Nacido en Tours en 1923, la muerte lo sorprendió –la imagen le gustaría– en París a los 93 años. Mientras preparaba para la editorial Gallimard la edición de sus obras completas para la colección Pléiade, que compila y exhibe panteón y canon de la literatura francesa –iba a ser, como Julien Green, otro nonagenario extremo, uno de los pocos autores publicados en vida en este mausoleo de lujo crítico, entre tapas de cuerina dorada sobrecubiertas por plástico transparente. Desde el año 2000 figuraba sin una sola desfallecencia en todos los programas de examen final del bachillerato francés.

La facilidad, en Bonnefoy, parece doble: no hay buena ilusión sin reflejos duplicantes. Son poemas fáciles de leer, sin querer decir con ello que su sentido, como el valor de los bienes fungibles, se agote al primer uso. Lo que ocurre es que una buena primera lectura válida, y que seguirá vigente aun cuando se busquen otras y más escondidas significaciones, lleva poco tiempo y gratifica con una satisfacción inmediata. Es difícil encontrar ejemplos sudamericanos de esta cualidad, que es independiente de las formas métricas elegidas, del léxico, del tema. En algunos poetas del pasado, aunque casi contemporáneos enteros del centenario Bonnefoy, puede señalarse: en los argentinos Banchs o Nalé Roxlo, en el paraguayo Appleyard, en el uruguayo Cunha, en el boliviano Shimose. Son tan distintos entre sí como de Bonnefoy. Pero en todos ellos hay una primera lectura, una comprensión plena inmediata y sin embargo prometedora de más flores y frutos –en casi todos ellos, y aquí sí como también en Bonnefoy, la naturaleza vegetal y el paisaje feraz son uno de los ámbitos favoritos para el verso.

LE TWEET JUSTE

Como sus autores preferidos, Nerval, Baudelaire, Mallarmé, Bonnefoy siempre unió la poesía con la búsqueda de un lugar y siempre pensó ese lugar como el dador de sentido para la poesía. Su primer libro, publicado en 1954, a los treinta y un años, se llamó Del movimiento y de la inmovilidad de Douve. Característicamente, la Douve del título designaba a la vez a una mujer, una tierra familiar y las aguas de un arroyo.

Cuando le preguntaban a Bonnefoy qué era la poesía –una pregunta que a todo versificador formulan al menos una vez en su vida édita–, Bonnefoy respondía siempre más o menos lo mismo, después de la excusa de rigor porque su respuesta sería solo aproximativa. Insistía en que probablemente la empresa poética tenía por finalidad una aprehensión del mundo que superara los conceptos, decir algo que parecía inaferrable, informulable por la palabra, una realidad del mundo, y del mundo sensible, que sin embargo escapaba a toda conceptualización. Si las palabras permiten llegar hasta la evidencia de las cosas, hasta su «presencia plena» (en Bonnefoy, el abandono de André Breton acabó por significar un abrazo partido al existencialismo de Martin Heidegger), también cada mot juste, cada palabra justa, para el autor, implica un riesgo: el de reducir aquello que queremos nombrar a identidades fijas, el de oscurecer así para siempre el enigma de nuestras vidas.

«Y nuestros pasos iban desnudos en la hierba sin memoria, éramos la ilusión que se llama recuerdo», entona uno de sus pasajes más citados. El poeta que había empezado post-surrealista en la década de 1950 seguía el camino de toda carne con la edad, los premios, los cien libros publicados (el último, la autobiografía La bufanda roja, este año), las traducciones a tres decenas del lenguas, las traducciones premiadas de Petrarca, Shakespeare, Keats, Yeats, Seferis, el gusto y la atención al arte arcaico y la pintura moderna, los estudios sobre Picasso, Hopper, Balthus, Giacometti, Mondrian, Alechinsky, la perpetua candidatura frustrada al Premio Nobel de Literatura, y se volvía clasicizante, virgiliano, proustiano sin asmas ni énfasis ni desvíos. Un poeta para todos, un autor de la más alta cultura que sin embargo no exige para ser entendido competencias especiales ni dedicación o devoción personal. No en vano tantos funcionarios franceses, antiguos ministros de Economía o administradores de la Cultura tuitearon al enterarse de la muerte de Bonnefoy que había muerto su poeta más dilecto. Que también era funcionario público, porque desde 1981 hasta 1993 Bonnefoy había ocupado la cátedra de Estudios Comparados de la Función Poética en el Collège de France: «Una de las grandes amarguras de mi vida –solía repetir este poeta didáctico– es que nuestro sistema escolar no le da a la poesía el lugar que se merece».

POETA DEL INTERIOR

Bonnefoy fue un voluntarioso u obstinado poeta de l’arrière-pays, el hinterland, como se llama uno de sus libros más famosos, de 1972, miscelánea de prosa debidamente poética, de poesía conversacional prosaica, de recuerdo vago y profecía nítida. «Durante mucho tiempo me acosté temprano» es el famoso inicio de Marcel Proust en En busca del tiempo perdido. Lo evoca y con él compite el inicio de L’Arrière-pays, «Muy frecuentemente me asaltó un sentimiento de inquietud, en las encrucijadas». Un lado de acá y un lado de allá, como la articulación básica y encrucijada crucial de la novela francoargentina Rayuela (1963) y de la poética y política de su autor, Julio Cortázar. Una geografía simbólica, donde el ámbito de la banalidad cotidiana se opone a un más allá idílico. La escritura es la única actividad que permite el salto de un universo al otro.

Entre otros papeles, Bonnefoy desempeñó a la perfección el de poeta del hinterland francés de París y vate de la sencillez del idioma. La de Bonnefoy es una lengua que se propone ser poética y rica con prescindencia de la historia literaria que dejó sus frutos sin exigir agradecimiento ni registro. Bonnefoy fue siempre tan hostil a los excesos (salvo el de producir cuantiosos versos y más numerosa prosa inoxidablemente poética) que parecía inhábil o desganado para despertar grandes entusiasmos jóvenes.

LE PRINCIPE DE L’ÉQUIDISTANCE

Fascinado por el tiempo, enamorado de la temporalidad, Bonnefoy lo estaba mucho menos por su época. En el mundo contemporáneo, el mundo en el que él publicaba y enseñaba e investigaba (era investigador profesional; había ingresado a la carrera, interesado por el Renacimiento, con un proyecto sobre el pintor Piero della Francesca), desconfiaba de todas las ideologías. Las consideraba enemigas de la poesía e inconvenientes para la vida del poeta. La poesía debe desplegarse y florecer lejos de los sistemas de pensamiento. En una entrevista del 2008 al mensuario de divulgación Magazine littéraire había profetizado que «el siglo XXI será el que vea perecer a la poesía, aplastada bajo las ruinas y la basura con la que cubre tanto al mundo natural como a la sociedad». La dimensión ética en Bonnefoy se ve acompañada de una crítica, o mera desconfianza, del lenguaje. Alejado del surrealismo, en la década de 1960 tomó distancia también, con sus compañeros, con quienes fundó la efímera revista L’Ephémère (1967), de las vanguardias de las poesías experimental y textualista que se formaban en torno de las revistas Tel Quel y TXT.

Bonnefoy, un poeta espiritual: un poeta para el cual no solo el mundo visible existe. Aunque, desde luego, supiera permanecer equidistante de todas las tradiciones espirituales, y fuera así capaz de arrancarle una sonrisa de gusto o un cabezazo de aprobación tanto al Dalai Lama como al papa Francisco o al mismo ayatola Khomeini. A estas espiritualidades faltan vocablos, porque el léxico preexistente de la trascendencia, apenas se especializa, nos imbrica con una u otra ortodoxia. Antes que el de invisible, entonces, Bonnefoy prefería el término, que había acuñado, de «transvisible». El neologismo acompañaba su trayectoria personal, que fue una marcha hacia una «segunda tierra», una utópica tierra sin mal, que Bonnefoy declaraba que seguiría siéndole inaccesible, y que, aun dudando de su existencia, sin embargo no era por ello inubicable: la paradoja es propia de un poeta que estudió matemáticas y ciencias en la Universidad, antes de enseñar en ella por los méritos de su propia obra poética publicada. Una búsqueda de signos que permitan decidirse entre la esperanza y la incertidumbre sostiene sus textos, «Una constante hesitación, para terminar –escribe Bonnefoy– entre la gnosis y la fe, entre el dios escondido y el dios encarnado, antes que cualquier elección definitiva y sin vuelta atrás». Una peregrinación hacia esa tierra «donde nadie que la pise se sentiría un extranjero».

* Escritor

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