«Y una nueva luz ilumina la obra»

El lunes 15 de abril ardieron la catedral de Notre Dame, en París, y la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén. Los bomberos que trabajaron durante toda la noche hasta controlar el fuego en Notre Dame fueron saludados como héroes por la gente en las calles.

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Lector del Pseudo-Dionisio Areopagita, Suger, abad del monasterio de Saint-Denis, recibió el encargo de restaurar los muros y las naves laterales del edificio de la abadía, y emprendió esa tarea bajo su influjo, llevando la luz exterior, analogía material de Dios, al interior de la iglesia, «et quod –como escribió él– perfundit lux nova, clarete opus» («y una nueva luz ilumina la obra»). Abrió en ese lugar un espacio inédito y dio expresión física a una nueva sensibilidad para la cual a mediados de aquel siglo XII los edificios románicos empezaban a resultar oscuros y pesados.

Tal es la anécdota –consagrada por Panofski– que hace de Suger padre del gótico. Pero, sin restar mérito a Suger, la catedral gótica expresó anhelos colectivos, y a tal punto que hasta entrado el siglo XV ahí ocurría todo: los oficios religiosos, las discusiones sobre el precio del grano o del ganado o la cotización de los paños, las asambleas. A la catedral se iba en busca de bendición, de consuelo, de consejo, de perdón. En medio de la vida cotidiana de la ciudad, te volvía consciente de la belleza del mundo y te devolvía por un instante, con ello, tu consciencia.

Si la cualidad de albergue del edificio humano, de la casa, se enfrenta a la intemperie de la naturaleza, la catedral gótica, refugio desde el cual vencer el miedo, es casa universal que tiende sobre el orbe alas de gárgolas. Los vitrales hacen de la luz del sol y de los astros que los atraviesa una nueva luz, «lux nova». Como en una caja de resonancia, las voces en oración se funden y se elevan en los altos espacios de los interiores de la catedral gótica hasta llegar a Dios. La música busca adecuarlas a las armonías cósmicas, acercarlas al coro de los ángeles en la ciudad celeste. La catedral gótica se orienta hacia el Levante, donde se disipan las tinieblas al alba, y en el crepúsculo el sol poniente brilla en los vitrales con luz que se adentra en las sombras. Todos los recursos tecnológicos son en la catedral gótica utilizados para asaltar el cielo.

En tanto testimonio de la historia, la catedral gótica da cuenta del tiempo, pero, en la medida en que sus proporciones expresan relaciones matemáticas, da cuenta también de la eternidad. Marca del pasado, es umbral y antesala terrena de la ciudad celeste, por lo que también habla del futuro. Expresa la cultura como una obra coral, más allá de las vidas y las muertes de los seres efímeros que somos. La impulsa el desafío místico de las leyes físicas y, por milagro de las matemáticas, su arquitectura irradia vibrante nerviosismo en las moles de piedra y maneja los volúmenes de modo que se alzan a la luz, recorridos por una vida eléctrica.

Con el silencio desterrado por la música y los cantos, con la penumbra barrida por los vitrales, lo sagrado en la catedral gótica es audible y visible, como lo sagrado en el pensamiento escolástico es inteligible. A la catedral gótica la anima una pasión por disolver en luz todas las sombras, en inteligibilidad todo lo misterioso: en el ocaso del universo feudal, ad portas de la inminente cultura renacentista, comparte esa voluntad de poder, esa pulsión intelectual con el espíritu de la filosofía de la que es contemporánea. Y el espacio abierto en el tiempo histórico entre el misterio perdido con las arcaicas oscuridades románicas y el geométrico esplendor de la lux nova es el espacio de la catedral gótica. El afán de transfigurar con luz la piedra, la sed de ascenso, la ambición de contrariar la gravedad hace de ella también espacio de utopía. En el prodigioso otoño de la Edad Media, mientras el viejo sol altomedieval se pone en Occidente, el gótico anuncia ya otro mundo, en el que la volición humana informa la materia.

Por eso el nombre de la catedral de Notre Dame trae a la mente tantas cosas. Locuras de los días de excepción, la fiesta de los locos, el triunfo de Baco, devotas borracheras de monjes y goliardos, techo que durante siglos tanto sirvió para alabar a Dios como para albergar a los descalzos, creación de esas que hablan la lengua de todos, el idioma de la especie, dura labor de cientos de obreros que trabajaron para levantar algo semejante a sus sueños, algo más perdurable que sus cuerpos, exiliada en una era incapaz de comprender esa irrupción de lo eterno en medio del imperio de lo instantáneo, una era con más capacidad tecnológica para destruir todo que para impedir que algo sea destruido, una era mejor equipada para arrasar ciudades enteras por el fuego que para evitar la pérdida de un solo edificio en un incendio, una era en la que, por eso, nombrar bombardeos en Siria o muertes en el Mediterráneo para afear la importancia dada por otros a Notre Dame, milagro de tres generaciones de albañiles y de canteros, de pintores y de herreros, de vidrieros y peones anónimos, te revela cercano a lo mismo que criticas, porque a los poderosos en el fondo tampoco les importa la belleza.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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