Y solo filmó verdades

En el año 1989, el doctor Drauzio Varella, como parte de una campaña de prevención del sida en Brasil, entró por vez primera en la Casa de Detención de San Pablo, entonces el presidio más grande de Suramérica, donde trabajó como voluntario hasta que en 1992 se desató la Masacre de Carandirú.

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Tal como Dante supo de infiernos dentro del infierno –círculos cada vez más hondos–, el doctor Varella supo de cárceles dentro de la cárcel. Como la celda de «los amarillos», hombres –amarillos de falta de aire y de luz, amarillos de miedo– apiñados allí para escapar de una muerte segura en los pasillos por alguna falta grave, como no haber podido pagar sus deudas con alguno de los presos traficantes de crack.

El doctor Varella relató sus años de paso por esos pabellones en un libro, Estación Carandirú, que un paciente –el doctor Varella es oncólogo– y amigo suyo, argentino o brasileño o ambas cosas o ninguna, recreó en un filme estrenado en el año 2003. Para entonces, del enorme presidio cuyos muros habían visto tanto, nada quedaba: demolido en el 2002, sonríe desde entonces en su lugar el Parque de la Juventud.

Como el personaje del Doctor (interpretado por Luiz Carlos Vasconcelos) en la película, Varella fue respetuoso e impasible oyente de las historias de sus pacientes, los presos, historias que la cámara sale, en el filme de Babenco, a recrear en las favelas, antesalas reiteradas del presidio.

Flaubert, si mal no recuerdo, aconsejó a Maupassant (lo tendré que citar a mi modo y de memoria) que atrapara con trazo vigoroso lo único y singular de cada cosa y persona, porque son inconfundibles y así deben ser miradas. Babenco lo hace: desde el dealer bígamo y desgarrado por la violenta guerra entre sus dos celosas mujeres hasta el viejo solitario que envía globos al cielo, desde el romance y la boda del travesti Lady Di y el enano Sin-Chance hasta Ezequiel, que para pagar sus deudas y no ser asesinado vende a su hermana, desde la traición femenina que separa y que reúne a dos ladrones hasta el homicida nato que por vez primera se descubre incapaz de matar a alguien y desde la locura de este, de Peixeira, hasta el delirio del traficante Zico, convertido, en una larga noche de paranoia y crack, en fratricida, hay tantas vidas y tal variedad de tonos –de la pena al asco, de lo encantador a lo siniestro, del humor al horror–, que los espectadores nos perderíamos en medio de un laberinto si no lo hiciera.

Pero el contraste entre esa pluralidad, pese a todo abigarrada, deshilvanada, desordenada en buena cuenta, y la final indistinción de la masacre solo prepara el terreno para la ironía perfecta de las fotos y escenas, que pasan en los créditos finales, de la otrora enorme cárcel y las implosiones de su demolición, antes de desaparecer definitivamente de la memoria y de la vista de la ciudad y sus habitantes, mientras, irreal, absurda, suena «Acuarela de Brasil», de Ary Barroso: terminada la película, volvemos a la ficción.

Ficción que cumple el papel de realidad, desde luego (pese a los estudios que en vano la desmienten: «Inmediatamente después de la masacre, los policías militares modificaron la escena del crimen destruyendo pruebas valiosas que hubieran permitido la atribución de responsabilidades por las muertes a individuos concretos»; además de la remoción ilegal de los cuerpos, los agentes colocaron armas blancas y de fuego para demostrar que existió un enfrentamiento armado entre policías y reclusos, algo que «no se sustenta por las pruebas de los autos ni tiene fundamento en los hechos», señala, por ejemplo, Corrêa de Oliveira en «Pressupostos para uma análise crítica do sistema punitivo», Jus Navigandi, número 872, 2005).

Tal como cuando, por un oscuro impulso irreconocible, en la desolada noche de su enajenación, Zico mata a su hermano, y un personaje sin cara ni forma individual, el crack, parece flotar, ubicuo e invisible, como el verdadero asesino, así también, una vez consumado todo, será la secreta, inconfesable voluntad de exterminio de una sociedad deseosa de borrar a esos hombres peligrosos la que barra con agua y jabón la sangre de los pasillos.

Carandirú ya no existe. El motivo de la masacre sigue siendo incierto y, en el fondo, irrelevante: la pelea entre Barba y Coelho en el tendedero de ropa, el partido de fútbol, la disputa por unos cigarrillos sirven tan bien como cualquiera.

A los pies de los miembros de la Policía Militar, en el filme de Babenco, poco antes de que la carnicería se desate, caen las armas que los presos, en un intento de impedir que entren a matarlos, arrojan: cuchillos de cocina, palos de madera, trozos de hierro.

Han improvisado también banderas blancas y las agitan desde las ventanas. Toscas herramientas de hombres extraviados, como todos, pecadores, como todos, intentando a ciegas, como todos, vivir; irrisorias, en suma.

No sabemos (no sé) si esa escena pertenece a la ficción o a la historia; sí pertenece a la lógica de los extramuros del mundo, en cualquier caso, a las antiguas normas de la verosimilitud, cuando ya toda evidencia se ha perdido. El día de la Masacre de Carandirú, el 2 de octubre de 1992, era víspera de elecciones municipales (algo que «probablemente motivó el retraso en la divulgación de las informaciones y el encubrimiento de la magnitud real de los hechos», apunta el estudio antes citado de Oliveira).

Luego de las secuencias del tiroteo y de la masacre, el agua y la espuma que corren caudalosos por las escaleras y los pisos de los pabellones arrastrándolo todo a su paso dejan bien claro que se regresará al orden, o, mejor dicho, que el orden continuará como si nada hubiera sucedido, porque el crimen es crimen según quién lo cometa.

Carandirú (2003) es una de las películas más conocidas del cineasta argentino de nacimiento, de padre ucraniano y madre polaca y radicado en Brasil desde la década de 1960 Héctor Babenco (Mar del Plata, 7 de febrero de 1946-San Paulo, 13 de julio del 2016), que debutó como director en 1975 con El rey de la noche, se ganó el primer gran aplauso de la crítica internacional con Pixote en 1981, fue por más con El beso de la mujer araña en 1985, dirigió a Meryl Streep y Jack Nicholson en Ironweed en 1987, y a Kathy Bates y John Lithgow en Jugando en los campos del Señor en 1991, y estrenó Corazón iluminado en 1998 y El pasado en el 2007.

Héctor Babenco murió este miércoles por la noche. Aunque ya estaba enfermo, antes de morir logró terminar su última película, Mi amigo hindú (2015), estrenada hace algunos meses, con Willem Dafoe en el papel de un cineasta que, aunque ya está enfermo, antes de morir desea poder terminar su última película.

Igual que Héctor Babenco. Que solo filmó verdades.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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