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La última noticia aquí desde el medioevo es que la obra de Fidel Fernández, ganadora del Premio Matisse, fue rechazada por la Embajada de Paraguay en Francia por «no mostrar lo positivo del país». («No hay peor ciego que el que no quiere ver», dice el refrán.)
La obra, que está orbitando en las redes sociales, acompañada de numerosos mensajes de indignación o de apoyo al autor, muestra a un mitã’i respirando en una bolsa lo que cualquier espectador mínimamente enterado de la realidad supondría fana o cola de zapatero. La bolsita lo ha elevado, suspendido en una atmósfera celeste, lo ha llevado al cielo. Sin embargo, la mano que no sostiene la bolsa parece querer aferrarse –con una tensión angustiante– a la realidad que ha quedado abajo. El niño tiene los ojos cerrados y está al parecer envuelto en una batalla psíquica entre una vigilia miserable y las nubes de la evasión, el ensueño.
Como sea que uno lo interprete, Fidel Fernández detiene nuestra mirada sobre un personaje de nuestra sociedad, el niño adicto, y nos obliga a considerar sus posibilidades humanas y psicológicas. Lo hemos visto al costado de las calles, bajo los puentes, pidiendo monedas en la ventana de los autos con los ojos rojos y desorbitados, pero a la vez no lo hemos visto sino como una realidad automatizada y desprovista ya de su humanidad, como ese sillón que hemos dejado de ver porque está siempre en el mismo lugar todos los días. ¿Qué pasaría si subiéramos el sillón al techo? En la obra de Fernández, el mitã’i nos traslada a su mundo, a su ecosistema etéreo y alucinógeno, donde no nos queda otra que preguntarnos qué pensará, qué estará sintiendo, cómo será el viaje.
Sin embargo, la Honorable Embajada de Paraguay en Francia encuentra que todo este asunto es «negativo». Cabe preguntarse: ¿Qué es lo negativo? ¿Es negativa la existencia en sí del niño adicto, o es negativa la reproducción artística de su imagen? Censurando la segunda no desaparece la primera. Desaparece quizás de la atención, y en este mismo sentido se fortalece en su invisibilidad, en la indiferencia. Entonces, lo que en verdad es negativo en todo este asunto es la censura promovida por la institución mencionada, porque pretende barrer bajo el tapete todo aquello que ponga en evidencia una realidad existente, y al hacerlo defiende su permanencia. ¡Que todo siga como es y que no se note pobreza!
«Este es un país peligroso», suele decir una amiga escritora. Donde uno puede ir a la cárcel porque alguien con holgado traje de poeta y grandes apellidos ejerce funciones inquisitoriales. Donde uno puede ser censurado porque se ha detenido a mirar lo feo, lo monstruoso, lo indebido, lo negativo.
Pienso ahora en la típica pintura paraguaya. La casita con techo de paja al final de un sendero de tierra, bajo la sombra de un lapacho, y, en la distancia del paisaje, un puntito, una mancha de pintura; es el campesino, cosechando algodón. Nadie se preguntará que siente el puntito, ni cuáles serán los matices de su vida en los campos de algodón: sus pasiones, sus miserias, las heridas en sus manos. En nuestro país/estancia, la noción general que existe de una obra de arte se vincula con la delectación burguesa («La marquesa tomó su té a las 5», decía Valery), traducida al color local del algodonero idílico en su eterna quietud, en el más desesperante vacío psicológico.
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