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Quizá el talento de compositor y de intérprete –basado este último en la «afinación del diablo» y el «transportado» y en su modo particular de puntear y rasguear simultáneamente las cuerdas de la guitarra– de Efrén Echeverría se hizo conocido en parte gracias a una injusticia, cuando, hachero y trabajador en obrajes y jangadas en la zona de su natal San Pedro, una compañía maderera dejó de pagarles, a él y a sus compañeros, varios meses de salario, y así llegó a Asunción, en los años sesenta, a reclamar lo que se les debía.
Nunca lograron cobrarlo, y Efrén Echeverría, sin dinero para regresar, tuvo que instalarse en un camión abandonado y salir a recorrer las calles con su guitarra. Kamba’i había aprendido a tocarla de niño; un vecino, Eusebio Cantero le enseñó los primeros acordes a los nueve años, y pronto dominó el repertorio tradicional de las canciones anónimas, de las melodías antiguas que las fiestas populares, en las que solía interpretarlas, preservaban del olvido.
Cerca de ese camión vivía un músico que lo escuchó y de cuyo conjunto pasó a ser parte, para participar después en festivales musicales e incursionar en la radio y en la naciente televisión, despertando, a partir de la década de 1970, cada vez más interés.
En la fresca sala azul de su casa de Luque, le pregunto a su esposa, Magdalena, cuál entre sus canciones es la que quiere más; en cuál piensa cuando piensa en él. Me responde sin dudarlo: «Ryguasu kokore». Y explica:
–Yo estaba medio enojada con él. Me llamó una amiga para ir a un festival; me dijo que iba a estar «el que a mí me gustaba». Yo no sabía que era músico; solo pensaba que iba a ir. Y entonces lo vi subir con su guitarra, y no sé cómo algo lo guió hacia mí porque me miró a los ojos entre toda la gente, desde tan lejos, y tocó «Ryguasu kokore». Así que con esa canción supe que era músico y que me quería.
«Vamos a tocarla entonces», sonríe don Efrén. Le alcanzo la guitarra, la toma y, antes de empezar nos cuenta que esta fue la primera canción que compuso, a los trece años, un día en el que, después de pasar toda la noche fuera, amenizando con música una fiesta, regresó a su casa muy tarde, entrada la mañana, y su madre, al llegar, lo reprendió ásperamente. Él sacó entonces de la caja de la guitarra el dinero recibido la noche anterior y se lo dio; ella, aplacada, le dijo que se fuera a dormir. Y el joven Efrén se fue a dormir, pero, una vez en la cama, no pudo hacerlo ni tapándose la cabeza con las mantas porque una inquieta gallina no dejaba de cacarear y saltar por toda la habitación en busca de un lugar para poner sus huevos, hasta que Kamba’i, harto y asumidamente insomne ya, tomó su instrumento y con sus cuerdas empezó a remedar los cacareos y ajetreos del trastornado plumífero.
–Yo le contestaba a la gallina –sonríe.
Y toca unos acordes.
–Y ella seguía…
Y toca unos más.
«Mi tía me vio desde la puerta y corrió a avisarle a mamá que me había vuelto loco», ríe. Y entonces comienza a interpretar la pieza entera. El efecto es instantáneo, como si encendiera una energía física que llena a todos de vibrante alegría y de fuerza; imposible permanecer indiferentes al ritmo circular de aquella exasperante y remota, y, al cabo, encantadora gallina, dinámica osamenta sonora que, aunque el ave ya no esté, sube y baja y va y viene hasta la desesperación, el paroxismo y la risa por brujería de la música que repite las estructuras palpitantes de la vida.
Cuando la canción termina, todos aplaudimos con calor y le hago sin pensarlo la pregunta ingenua que le habrán hecho ya muchos otros legos en la materia:
–Don Efrén, usted toca con una técnica especial, ¿verdad? Me refiero a que…
Busco las palabras pero él ya ha entendido qué quiero decir y asiente con mirada aguda antes de que termine: «Es una técnica que se llama “transportado”; no es la afinación universal. Voy a mostrarles…».
Se acomoda la guitarra y anuncia:
–Voy a tocar primero del modo normal.
Toca. La pieza llega a su fin. Aplausos corteses.
–Y ahora voy a tocar como yo –dice Kamba’i–. El mismo tema –subraya.
No lo parece: de pronto la guitarra está viva, la canción irrumpe como un huracán y nadie logra disimular el entusiasmo ante la velocidad y la fuerza del rasgueo, la frescura y la potencia emotiva del ritmo, la pasión y la gracia de «Jagua’i karê».
–¡Es la música que hace el «jagua» cuando cojea! –exclamo sin poder contenerme mientras todos aplaudimos. Magdalena me sonríe y me cuenta que un día en el Mercado 4 don Efrén encontró un cachorro tirado en la vereda, con la patita quebrada, al parecer por un coche, y, cual Androcles subtropical compadecido del bonsái de león, le ató una maderita a la pata rota para que pudiese andar. «Pero me siguió, y me siguió, y me siguió, y no me dejó más», ríe don Efrén. «Este le quiso echar pero se le quedó de compañero y andaban juntos», ríe también Magdalena. «Partíamos la empanada; le llamé “Perrito”», dice él.
–Solo usted toca así, ¿verdad, don Efrén?
–No –interviene Magdalena–, ahora le ha enseñado ya a unos cuantos.
–Sí, porque John Williams me dijo que enseñara mi técnica, para que sobreviva cuando yo ya no esté –explica con sencillez Kamba’i.
Como si volviera sonoro el secreto mecanismo de los seres –el cachorro cojo y la gallina insomne y el río y la tormenta y todos los demás–, es la forma pura del movimiento lo que perdura en la música. Y Kamba’i sabe atrapar esa materia encendida, la briosa canción del mundo. Su música viene de la región de los tónicos del espíritu. Si la llevas contigo, te hará avanzar; si te rodea algo vil o engañoso, te aliviará con una ráfaga de pureza; cuando estés triste, te dará fuerza; si temes algo, te dará valor; y cuando creas que nada vale la pena y que todo es impío, cruel y ajeno, te obligará a mover un poco el hombro o la pierna, te arrancará una sonrisa aunque no quieras y por un momento te volverás libre, niño que te habrá hecho.
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